La inmigración está en el centro del debate nacional. Es natural. Hace 20 años, en Chile residían menos de 200 mil extranjeros. Una década después, el número se había multiplicado apenas por dos. Pero desde 2015 el proceso se aceleró. El 2018 ya había un millón de inmigrantes y desde entonces se han sumado 500 mil más. Se estima que más de un 7% de la población es extranjera, 7 veces el porcentaje de dos décadas atrás. Un cambio así no pasa desapercibido. El mercado laboral se precariza, salud y educación se tensionan (¿vio el déficit de matrículas escolares en el norte?). Y está la delincuencia, tema que requiere discusión aparte por las dificultades de establecer causalidad.
Todo lo anterior es clave, pero lo quiero llevar para otro lado. Joel Mokyr en su fantástico libro “Una Cultura del Crecimiento” releva la importancia de la adaptación cultural, la imitación directa, a veces inconsciente, entre distintos grupos, como determinante del desempeño económico de un país. Entonces, ¿cómo evoluciona la cultura en una sociedad que enfrenta una ola migratoria de la magnitud y velocidad de la nacional?
Para reconocer la relevancia del tema, imagine un país que progresa gracias al esfuerzo de una generación. La continuidad de los avances depende de la transmisión de valores y reglas de comportamiento que los facilitaron hacia la juventud. Por supuesto, no toda sociedad tiene la visión para asegurar el proceso, ni todo marco institucional está diseñado para aprovecharlo. Pero cuando se produce, el resultado es virtuoso.Tanto así que puede atraer a personas dispuestas no solo a dejar un país por un mayor ingreso, sino a hacer suyas reglas ajenas que promueven un futuro mejor. Es precisamente esa inmersión cultural, más que el mero aumento del tamaño de la población, lo que transforma a la inmigración en motor de progreso.
¿Aprovecha Chile la oportunidad? No es obvio. El fenómeno migratorio local se ha producido en momentos en que el país enfrenta diferencias generacionales respecto de cuánto, cómo y qué se necesita para crecer, quizás el mayor desperfecto de su modelo de desarrollo. Y si bien la inmigración podría haber contribuido a corregirlo (qué mejor que foráneos adoptando una cultura del progreso para demostrar su valor), el desorden y hasta caos que se ha producido en la materia no ha dado tiempo para que todos y todas digieran que Chile fue opción para el extranjero por reglas y costumbre, una cultura, que permitió progresar.
Por su parte, tal confusión trae una respuesta compleja en ciertos grupos que no hay que obviar. Alienta las quejas de quienes perciben que es el chileno quien se comienza a ajustar. La historia ha demostrado que esa percepción de una dirección inversa en el ajuste cultural, desde fuera hacia dentro, es fuente de nacionalismo desenfrenado, con consecuencias políticas mucho peores al desperdicio de una oportunidad.
Dos preguntas para cerrar. ¿Podrá la joven generación en el poder, que ha tendido a mirar con desdén los avances del pasado, gestionar la migración para aprovechar su potencial y evitar la calamidad? Y de hacerlo, ¿no le significará esto mismo un ajuste cultural?