El Gobierno ha presentado un proyecto de ley que establece cuotas obligatorias de mujeres en los directorios de las sociedades anónimas abiertas que en un plazo de 6 años deberá llegar a un 40%. Se calcula que en régimen esto podría favorecer a un total de 380 mujeres, de una fuerza laboral femenina que incluye 4,4 millones de mujeres sin empleo, las cuales no se beneficiarán, salvo a lo mejor simbólicamente, por esta medida.
Los cambios sociales, económicos y culturales de los últimos tiempos han creado un clima de opinión que exige mayor participación femenina en los altos cargos de las empresas. En este contexto hacen mal aquellas empresas que no son capaces de leer estos nuevos signos y siguen reacias a fomentar dicha participación, porque una función cada día más necesaria en la buena administración de las empresas es su talento para entender el entorno en el cual ellas deben desenvolverse
De hecho, así lo ha comprendido un gran número de ellas, pues, sin una ley que lo obligue, en los últimos 4 años el número de directoras en empresas del IPSA subió de 8,9% a 19,4%; y todo augura que este año la cifra aumentará aún más. Esta tendencia no solo se ajusta a aquello que la sociedad reclama, sino que es más eficaz, porque los dueños de las compañías deben buscar y seleccionar a los candidatos mejor preparados, al margen de si son hombres o mujeres, y ello ciertamente es más probable si esos candidatos se eligen entre el 100% de las personas capacitadas y no solo entre la mitad.
Ahora bien, otra cosa es la imposición obligatoria por ley de cuotas en las empresas privadas, ya que si son los accionistas quienes asumen los riesgos de sus inversiones, deben ser ellos quienes autónomamente puedan determinar con flexibilidad quiénes las administran. Puede que esta medida de ingeniería social acelere un proceso ya en marcha, pero los cambios que se imponen por medio de medidas coercitivas tienden a ser más frágiles y efímeros que los que responden a un progreso natural. Es más, ello sienta un peligroso precedente de intervención estatal en la administración de empresas privadas, que luego podría aplicarse de acuerdo a otros criterios y en otros ámbitos.
La justificación de esta política se basa en dos premisas a mi juicio cuestionables. En primer lugar, supone una desigualdad entre hombres y mujeres en cuya ecuación las mujeres seríamos inferiores, incapaces de competir de igual a igual con los hombres, y requeriríamos, por lo tanto, una protección legal especial. La segunda, sobre la cual la anterior se sustenta, es que las mujeres habríamos sido víctimas de una discriminación arbitraria y deliberada por parte de los hombres que a través de la historia nos ha impedido ocupar un lugar en el mundo público. Frente a esto es posible sostener que son otros los factores decisivos a la hora de definir los roles que históricamente hemos desempeñado las mujeres, mucho más que una conspiración masculina para oprimirnos, como por ejemplo: los imperativos de la conservación de la especie, la necesidad de las mujeres de reproducirse múltiples veces debido a la alta mortalidad infantil, la falta de posibilidades de controlar su fecundidad, la ausencia de alternativas tecnológicas para un sinnúmero de tareas domésticas o la preeminencia de la fuerza física como principal factor productivo, entre otros.
Tampoco es cierto que las mujeres hayamos estado ausentes de la producción de bienes materiales, pues durante siglos, hasta hace solo doscientos años, en la economía agraria toda la familia era la unidad productiva principal. Finalmente, no hay que olvidar que una llamada “discriminación positiva” no deja de ser una discriminación, como también que para muchas mujeres sería una fuente de humillación el saber que acceden a un cargo, no en igualdad de condiciones, sino por una imposición de la ley.