El día en que el Presidente Boric, después de una larga y accidentada espera, comunicó el cambio de gabinete, me encontraba almorzando en un restaurante santiaguino con un grupo de amigos. Ya nos retirábamos cuando se me acercó un antiguo compañero de colegio a quien no veía desde veinticinco años. Sin mediar invitación arrimó una silla y se instaló en nuestra mesa. Mis acompañantes, con buen juicio, procedieron a retirarse mientras el recién llegado pedía un whisky y se ponía cómodo.
“Soy un derechista recalcitrante”, me indicó de entrada. Nunca he entendido por qué, pero me sucede a menudo que personas que no conozco, o conozco apenas, se me acerquen y confiesen su identidad derechista para abrir la conversación. Me explicó que prefería a Lavín, pero había votado por Sichel porque creía que tenía más oportunidades. En segunda vuelta se volcó por Kast sin dudarlo un minuto: nunca creyó que el vuelco de Boric hacia el centro fuera sincero. Se le desataron todos los fantasmas: dólar a mil; retiros de fondos de las AFP; huida masiva de capitales; cuentas fiscales descontroladas; tomas masivas de tierras en el sur; apertura indiscriminada de las fronteras a la migración; desabastecimiento; amenazas a la justicia y a la prensa; implantación tramposa de una nueva Constitución; un gobierno caótico dominado por el PC, y Maduro paseándose por Chile como Fidel en 1971.
Me cuidé de evitar cualquier gesto que delatara mi perplejidad. En un momento se detuvo, bebió un sorbo de su whisky y dijo: “Estaba equivocado. Nos salvamos. Después del estallido, Chile necesitaba pasar por Boric”. Su afirmación me pilló de sorpresa. Solo atiné a sonreír, dejando pasar un tiempo para indagar si hablaba en serio. Él interpretó mi silencio como una petición de explicaciones. Y siguió:
“Si hubiese salido Kast la oposición se habría encastillado en la Convención y para castigar al gobierno habría respaldado unánimemente el Apruebo. Habría ganado la nueva Constitución, pero el gobierno se resistiría a promulgarla: o sea, crisis institucional y pánico en los mercados. La calle estaría tomada por estudiantes, profesores, pensionados, trabajadores de la salud, feministas, ecologistas, etcétera. Todo el esfuerzo de Evelyn por limpiar Plaza Italia, en vano. El sur estaría militarizado, con grupos violentos cada vez más radicales y apoyados por jóvenes urbanos. Por cierto, ya iríamos en el sexto retiro, con un Ejecutivo incapaz de parar la hemorragia. Se habría realizado una reforma tributaria, pero para bajar impuestos: esto, en lugar de reducir la volatilidad la habría disparado —el síndrome Liz Truss—. Las relaciones con los países vecinos pasarían por un punto crítico por la devolución unilateral de migrantes. Los militares habrían encontrado el modo de expresar su incomodidad por tanta exposición a labores policiales. La pugna en la derecha, como es tradición, estaría que arde, con parlamentarios dándole la espalda a Kast igual como lo hicieron con Piñera”.
Mi primera reacción fue decirle que exageraba; que la democracia chilena ha mostrado una especial destreza para domar las intenciones disparatadas. Pero él siguió. “¿Viste el gabinete? ¡De lujo! Me gusta ver a un Presidente joven que no tiene complejos en corregir y convocar a gente mayor. A mí antes me aterrorizaba la lucha de clases; ahora le temo mucho más al quiebre generacional. Mis amigos me dicen que estoy loco. Boric es un puente para transitar a una nueva etapa de estabilidad: la anterior estalló en octubre de 2019”.
Ante semejante desahogo, pensé, lo prudente es pasar a otro tema. “¿Qué tal tu salud?”, le pregunté. A partir de cierta edad es infalible.