He sido siempre escéptica respecto de la creencia latinoamericana en que todos los problemas económicos y sociales se solucionan cambiando una Constitución. Por otra parte, es igualmente cierto que ninguna comunidad política puede resolver sus naturales y legítimas discrepancias si no es capaz de construir reglas que garanticen gobernabilidad y la certeza de resolver los conflictos sin violencia.
El objetivo principal de estas reglas, entonces, es facilitar la posibilidad de que todos podamos convivir en paz y que los distintos proyectos políticos se diriman a través de la deliberación democrática y de acuerdo a la voluntad popular, pero siempre garantizando los derechos fundamentales de todos.
Los encargados de redactar una nueva Constitución para Chile deberán elaborar los mecanismos para asegurar aquello. Nosotros, los ciudadanos, deberíamos reflexionar sobre cuáles son los elementos esenciales que anhelamos asegurar.
Por lo que a mí respecta, primero y ante nada, aspiro a un país de personas, hombres y mujeres, iguales en dignidad y ante la ley, sin discriminaciones de ninguna índole, ni negativas ni positivas. Personas libres que, al margen de su situación económica, puedan utilizar sus diferentes talentos y desplegar su creatividad en beneficio propio y del país en que viven. En otras palabras, libres para realizar la totalidad de su potencial humano, intelectual, productivo o espiritual; así ello, en la práctica, lleve a resultados diferentes, porque solo de ese modo se pueden preservar la pluralidad y la diversidad necesarias en una sociedad moderna y compleja. Libres, porque es la única forma de tener una sociedad de personas moralmente responsables por sus actos y por su propio destino.
Del mismo modo, deberíamos aspirar a que las retribuciones y recompensas sean de acuerdo al mérito personal de cada uno, de sus talentos, su esfuerzo, su trabajo y de una serie de virtudes personales que permiten vivir en forma civilizada en sociedad, y no en razón de su origen, raza, clase, religión, y tampoco de decisiones arbitrarias de la ley. En suma, que ni los gobiernos ni la cuna determinen el destino final.
Para lograr los objetivos anteriores hay ciertos mínimos exigibles: desde luego, derechos individuales amparados por un Estado que los proteja en beneficio de todos, lo cual requiere del imperio de la ley y de un orden cívico, donde las controversias no se resuelven en la calle ni por métodos violentos, sino por la vía institucional, a través del intercambio democrático y el uso de la razón, la persuasión y los acuerdos.
Se requiere de un Estado capaz de crear las condiciones para lograr más y cada vez mejores oportunidades para todos, lo cual implica un sistema económico que posibilite el crecimiento sostenido para asegurar niveles de vida dignos a todos sus hijos. La evidencia histórica tiende a demostrar que para ello una economía de mercado basada en la competencia real, sin monopolios, con empresas que respeten el interés de la comunidad, de sus trabajadores y de los consumidores, eficazmente regulada, y una democracia representativa que permita resolver pacíficamente los conflictos son requisitos esenciales.
Y, por cierto, un Estado que ampare a quienes por razones ajenas a su voluntad no son capaces de valerse por sí solos, los viejos, los enfermos, quienes son víctimas del círculo vicioso de la pobreza y la desesperanza y quienes carecen de los medios para salir por sí mismos de una condición de privación y precariedad. Ello, evitando la creación de dependencias, sino, por el contrario, habilitando a todos para una vida autónoma, e independiente.
En suma, debemos esperar una Constitución que nos permita, a pesar de nuestras a veces muy profundas divergencias, conformar una sociedad de personas libres, pero unidas por un destino común.