Señor Director:

Gobernar implica asumir y cumplir lo que se comprometió para alcanzar el poder, y no elegirse con una bandera y gobernar con otra.

Supone capacidad de superponer la ética de la responsabilidad que demanda el cargo por sobre la de la convicción.

Exige rodearse de quienes se estima idóneo(a)s y competentes para las funciones que se les encomiendan y no solo de amistades o representantes de grupos de poder. Un perfecto equilibrio entre lealtad y capacidades de equipo.

Gobernar importa adelantar escenarios, planificar estrategias, proyectar resultados y aunar esfuerzos para convencer a los propios y también a quienes piensan distinto, ya que en política la legitimidad la otorga el adversario o el pueblo, no el claque, los convencidos o los bots contratados.

Supone que frente a la adversidad impere la templanza y la resiliencia, sin ceder ante sentimientos que obnubilan la capacidad de razonar fríamente sobre lo ocurrido y conducirnos hacia la salida de la crisis.

La tentación de culpar a otros por el error propio resulta (en principio) más cómoda, pero impide enmendar aquello que hicimos mal o dejamos de hacer, impide aprender y salir adelante del amargo momento. Además, al corto andar la ciudadanía no la considera una razón válida para justificar el fracaso de quien gobierna —por justa que sea la causa—, por una razón muy simple: los ciudadanos eligieron a un grupo para gobernar y a ellos les exige acciones suficientes para lograr lo prometido, mientras a los opositores los relegó a la oposición justamente porque no los consideró idóneos para dirigir el país; de ellos espera poco, pero de los primeros, se supone que mucho más.

Ahora, a esperar que se replieguen la arrogancia, la frivolidad y la incompetencia y den paso a la llegada de la sensatez, la colaboración, la humildad y la articulación; permitirles que pongan paños fríos y rápidamente diseñen un plan para lograr el objetivo, aunque sea en la denostada (por algunos) “medida de lo posible”.

Felipe Harboe B.