Las primeras imágenes y noticias de la instalación de la Comisión Experta para el nuevo proceso constituyente dejan una sensación positiva y esperanzadora. Es poco frecuente ver a representantes de distintos pensamientos políticos conversar civilizadamente, llegar rápidamente a acuerdos y colocar el bien del país como el objetivo superior, por encima de cualquier objetivo.
Llevamos muchos años inmersos en la batahola, el bullicio, el griterío, la farándula, el conflicto exacerbado y muchas veces artificial: nuestros políticos profesionales se han especializado en buscar el titular o el tuiteo fácil, en aprender a golpear primero al adversario, en interpelarlo, acusarlo, incluso muchas veces degradarlo. Ver a este grupo de expertos sacarse juntos una foto, entonar juntos el himno nacional y tender puentes en sus declaraciones y gestos, es para la ciudadanía un descanso, una tregua, en la larga guerra declarativa, a veces medio chaplinesca y cantinflesca, a la que nos hemos acostumbrado.
Los expertos, tan vapuleados como posibilidad por algunos, no son, desde luego, la solución mágica a nuestra crisis política, pero, si continúan así, habrán dado una lección de cultura cívica, que tanta falta le ha hecho a nuestras nuevas generaciones que no encuentran modelos que admirar, sino que deben resignarse al espectáculo de la política entendida como circo romano o caótico consejo de curso.
La seriedad, la templanza, la prudencia cuando esplenden, no parecen virtudes añejas, sino que, después de tantos estallidos, atolondramientos y zafacocas, lucen como novedades, huelen más a futuro que a pasado. Si la actividad política copiara esta manera de hacer las cosas, no estarían los políticos tan mal evaluados, ni serían despreciados por la gente.
Qué paradoja: por hacerse los simpáticos y los populares, han terminado por ganarse el desprecio y no el respeto del pueblo.
La sobriedad pareciera estar de vuelta. Ojalá se ponga de moda. El primer atisbo de ello fue Carmen Gloria Valladares, quien logró mantener la dignidad republicana en medio de la batahola patética en la instalación de la fracasada Convención Constituyente.
Los nombres de muchos y muchas que dirigieron esa Convención pasarán al olvido, pero los chilenos no nos olvidaremos de Carmen Gloria Valladares, como no nos olvidamos de nuestros profesores y profesoras serios, exigentes, que entienden que educar no es condescender con las pulsiones e impulsos primarios de sus alumnos, sino guiar, señalar un horizonte.
Hacer política también es educar; legislar y gobernar también es educar. La decadencia de la política y la educación han ido en una curva descendente paralela: las dos tienen que ver con la degradación de la palabra, del logos, y la falta de coraje y autoridad. Nos hemos ido llenando de palabrería hueca: el grito, la pachotada ha reemplazado el discurso y estamos llenos de profesores y padres que no se atreven a enseñar y políticos que no se atreven a hacer política seria.
Se ha instalado la creencia de que vociferar, insultar, destruir es la mejor manera de representar los malestares de la sociedad. La buena política se trata de lo contrario. Justamente porque hay malestar es que debe gobernar “phronesis” (prudencia) y no “hybris” (desmesura”), para darle una deriva no destructiva al malestar.
Lo más fácil es retroceder a la época de las cavernas, lo más difícil y trabajoso es construir diálogo democrático.
No se trata de lograr la unanimidad, de esconder las diferencias debajo de la alfombra, sino de elaborarlas y también las rabias, molestias, incluso odios —nuestra sombra—, que todos llevamos adentro. Esa es la alquimia de la democracia.
Los expertos han demostrado ser buenos alquimistas. Ojalá que los consejeros que sean electos puedan persistir en este espíritu y convertir nuestro barro en oro, y la larga crisis en que estamos empantanados hace tiempo, en una Constitución razonable y legítima.