La liturgia de este domingo nos regala uno de los textos más lindos de los evangelios: la Transfiguración del Señor. Cargado de simbología bíblica, describe el proceso de la vida espiritual que todos estamos invitados a tener.
Comienza el texto contando que Jesús tomó a sus discípulos más cercanos y los llevó aparte, a un monte elevado. Aunque en la zona de Galilea no hay grandes montes, la tradición lo identifica con el Monte Tabor, pero, más que eso, sabemos que bíblicamente el monte es una referencia al lugar donde habita Dios. El Señor invita a sus discípulos a subir a la montaña; a entrar en el mundo de lo divino. Aprender así a ver la realidad como Dios mismo la ve.
En el día a día, nosotros nos movemos en la llanura, centrando la mirada en nosotros mismos. Desde ahí nos relacionamos con los demás y los juzgamos. No tenemos la capacidad de ver el mundo como otros lo ven, sino que tendemos a compararlo con nuestra propia mirada. El Señor nos invita a otra cosa: mirar el mundo como Dios lo ve, mirar al otro como Dios lo ve, mirar nuestra propia vida con los ojos de Dios... Y qué distinto se empieza a ver todo. Nosotros que miramos el mundo con sospecha, el Señor que lo ve como su Reino; nosotros que miramos al otro como competencia, el Señor que nos ve a todos como hijos amados; nosotros que nos centramos en lo que hemos hecho, el Señor que se centra en lo que amamos . En fin, por donde se mire la forma de comprender el mundo y la vida por parte de Dios es mil veces mejor y más atractiva que la nuestra. Sobre todo, es una mirada llena de futuro, pues más importante que lo que has hecho es lo que el Señor va haciendo en ti.
En esa montaña alta, llenos de la mirada de Dios y no de los hombres, es donde los discípulos ven por primera vez quién es verdaderamente Jesús. Lo ven con su rostro radiante y sus vestiduras blancas resplandecientes. Cristo les refleja en plenitud a sus discípulos el rostro de Dios. No se trata de un dios juez, que tiene su mirada controladora sobre nosotros; ni un dios poderoso, que quiere que lo sirvan; ni un dios exigente o castigador; sino que lo describen como una luz resplandeciente. Precisamente lo que ha venido a traer Cristo al mundo es una nueva luz sobre la realidad, la vida y Dios mismo.
A veces nos relacionamos con Dios pidiéndole que Él haga lo que nosotros le pedimos: que cure a nuestros enfermos, cuide nuestra familia, mejore nuestro trabajo... Pero la propuesta del Reino es que vivamos de acuerdo con el proyecto que Dios tiene sobre el mundo y la humanidad: que vivamos amando y sirviendo a los demás, como verdaderos hijos de Dios que somos. Ser hijos no se trata de una cuestión de sangre, o de una élite, sino de vivir reflejando lo que es nuestro Padre. Es difícil, muchas veces es injusto, cansador y parece no tener recompensa. Pero, cada vez que amas a tu hermano eres como Dios mismo, vives de acuerdo con su proyecto y eres parte de su Reino. Esto es hacer su voluntad.
Como le sucedió a Pedro, corremos la tentación de querer aislarnos del mundo y quedarnos junto al Señor, pero la tarea es bajar de la montaña, volver a la vida cotidiana, llenos de una mirada nueva del otro y del mundo. Viviendo de acuerdo a lo que verdaderamente somos, hijos de Dios, y procurando amar y servir en todo, extendiendo así el Reino de Señor en medio del mundo. Este proyecto de Dios no se acaba, ni siquiera, con la muerte, sino que trasciende más allá, pues es verdadera vida.
"Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.".(San Mateo 17, 2)