Tras décadas de intentos fallidos, el gobierno anuncia la materialización del nuevo ferrocarril entre Valparaíso y Santiago, retomando así el hilo de una larga y gloriosa historia. En efecto, hacia 1850, en la misma época en que el ferrocarril configuraba el paisaje rural y urbano en Norteamérica y Europa, y se expandía rápidamente por el resto del mundo como el principal agente de desarrollo y modernidad, el Estado chileno se propuso unir la capital con el puerto. Los estadounidenses Wheelwright y Meiggs tomaron consecutivamente el desafío de una labor ciclópea que culminaría en 1864. En 1874 un ramal llegaría hasta Los Andes, el que luego se conectaría con el ferrocarril trasandino en 1910, al mismo tiempo en que Chile quedaba conectado desde Iquique hasta Puerto Montt y decenas de ramales transversales.
El anuncio sorprende por la sensatez de utilizar el mismo trazado existente, al ínfimo costo de frustrar las expectativas de quienes esperaban un “tren bala” que uniera la capital y el puerto por alguna nueva ruta en menos de una hora. Pero dicho esquema contiene los defectos que lo hicieron impracticable cada vez: que debe expropiarse una superficie enorme de terreno, con el costo fiscal que implica; que deben efectuarse inmensas obras de infraestructura, y que un tren así de rápido en una distancia tan corta serviría exclusivamente a los habitantes de los extremos, sin favorecer el territorio intermedio; es decir, sin su potencial beneficio social. En cambio, la propuesta anunciada aprovecha la infraestructura existente, que incluye conexión a las redes de ferrocarril metropolitano tanto en la capital como en el puerto; pero tal vez lo más importante es que beneficiará a localidades intermedias como Tiltil, Llay Llay y La Calera, que ya antes habían gozado del ferrocarril para desarrollarse, abriendo ahora nuevas oportunidades de poblamiento fuera de la metrópolis y retomando el espíritu de una planificación urbana y territorial de gran escala y con una visión integral.
Detractores alegan que un tren que demore lo mismo que un automóvil o un bus y además requiera conexiones con los respectivos ferrocarriles urbanos no resultará atractivo; pero tengo la convicción de que sus ventajas se harán evidentes y el proyecto tendrá éxito: el tren es más confiable (menos sujeto a retrasos y detenciones), más seguro (menos sujeto a accidentes), mucho más cómodo (más amplio y con diversos servicios a bordo, incluido comedor) y la experiencia del viaje tiene una condición épica –muy distinta de la carretera– que es la del gran paisaje sin interferencias visuales, el ajetreo de las estaciones intermedias y una brisa de historia que se cuela por las ventanas. Si me dan a elegir, iré en tren.