Si bien lo más relevante en la elaboración de una nueva Carta Fundamental es su contenido, existen a lo menos tres elementos formales que no se deben descuidar antes de trazar las primeras líneas de su texto.
La primera de ellas se refiere a la extensión constitucional. Dejando atrás la estéril discusión de una Constitución maximalista versus una minimalista (taxonomía más propia del mundo de la decoración que del Derecho), un texto fundamental debiera apuntar a ser suficiente, pero sobrio; redactado con rigor jurídico, pero comprensible, y especialmente, consciente de que necesita respaldo popular, pero que sus principales usuarios serán legisladores, políticos y jueces. Por eso la extensión constitucional no resulta algo baladí: las democracias más consolidadas tienen en general textos más bien breves (inferiores a las 10.000 palabras): Islandia, con casi 4.000 palabras, Japón; Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, EE.UU., Holanda o Francia, esta última con poco más de 10.000 palabras. Eso explica —en parte— que la duración constitucional de las democracias avanzadas sea de 42 años, más del doble del promedio mundial, esto es, 19 años.
Por el contrario, las constituciones extensas que sobrepasan las 50.000 palabras, como en el caso de Ghana, Ecuador, Zimbabue, Pakistán, México, Papúa Nueva Guinea, Malasia, Brasil y Nigeria, hasta llegar a India —con impresionantes 146.385 palabras—, presentan, por un lado, menores niveles de duración o bien, un alto nivel de reformas, todo lo cual se traduce en menores niveles de adhesión.
Lo anterior por una razón bastante evidente: mientras más elementos se agregan a una Constitución, mayor es la posibilidad de que un grupo o sector de la sociedad esté en desacuerdo con dicha premisa, extendiendo su descontento a todo el texto constitucional. Disponemos de suficiente evidencia empírica de que los países con constituciones más duraderas generan menor propensión a las crisis, más estabilidad política, mayor producto per cápita y mejores niveles de democracia (Elkins, 2009).
Pero no solo lo cuantitativo debe ser observado. Se debe complementar la extensión del texto con el denominado “alcance” constitucional. Desde el punto de vista del Derecho comparado, medido de 0 a 1, donde 1 representa el factor donde las constituciones abarcan la mayor cantidad de materias, dicho guarismo oscila entre el 0,21 de la Constitución de Mónaco, hasta el 0,81 de la Constitución de Zimbabue. Existe, por lo tanto, una zona óptima de “alcance” constitucional, donde conviven países como EE.UU., Singapur, Francia, Noruega, Dinamarca, Austria, Bélgica, Croacia y Suecia, cuyo “alcance” constitucional va entre el 0,49 y el 0,61, es decir, en el centro del espectro.
Finalmente, existe un elemento formal vinculado a una particularidad sorprendentemente ignorada como factor de cohesión y adhesión constitucional: la firma del texto. Si bien las constituciones de varios países europeos llevan la firma del monarca, este lo hace en su calidad de jefe de Estado, no de jefe de Gobierno. Más aún, son poquísimos los países a nivel mundial que incluyen la firma del mandatario de turno, siendo Chile parte de ese exótico grupo. Históricamente, ello condenó desde su inicio la primera Constitución nacional permanente en 1822, al ser firmada por O'Higgins: sus detractores la hicieron caer en un año. Y es que siempre será identificada como “la Constitución de” un determinado gobernante al momento de su publicación, entregándole la afectividad constitucional al volátil nivel de popularidad de los mandatarios.
Por eso son sabias las naciones que, o bien han puesto la firma del cuerpo colegiado que la redacta o, incluso, no llevan firma alguna. Lo anterior tiene un sustento lógico y jurídico evidente: un órgano creado por la Constitución no puede dar validez ni “promulgar” el instrumento normativo que ella misma crea.
Así, la extensión, el alcance y la despersonalización constitucional son factores formales que pueden contribuir a generar una Constitución que cumpla sus objetivos principales —enumerar, limitar, distribuir el poder estatal y reconocer derechos fundamentales de los individuos—, recogiendo el núcleo esencial del constitucionalismo, acorde a los tiempos, pero sin extralimitarse a aspectos que resulte mejor regular por ley. Quizá solo así se cumpla la máxima de una Constitución sobria, suficiente y —sobre todo— compartida.
Rodrigo Delaveau S.