Esta es una película con ambiciones a la altura de Noam Chomsky. Más que un relato, es una especie de parábola, una historia elaborada para desembocar en cierta moraleja. Está estructurada en tres partes, cada una más larga que la anterior. La primera, “Carl y Yaya”, establece el universo: Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) son modelos en el hiper sofisticado ambiente de las marcas de ropa, el grado diez de la frivolidad. Yaya, además, es una influencer que gana más dinero que su pareja. En el inicio, ambos sostienen una pesada discusión sobre el dinero, el amor y los roles de género después de que Carl nota que Yaya espera que él pague la cuenta.
En la segunda parte, “El yate”, Carl y Yaya están a bordo de un crucero de lujo, al que solo acceden ultrarricos de diversas latitudes. Allí viajan un magnate ruso que lleva dos mujeres, un americano que anda “a la caza” de damas, una alemana que ha sufrido un derrame cerebral, un apacible matrimonio inglés que ha medrado con la venta de armas, y así por delante. Es el mundo de la opulencia y también de la estructura de clases, que en forma tan cruda exhiben los cruceros: luego de los ricos viene el aparato de servicio, que espera terminar con propinas generosas; después, el personal de aseo y cocina; y aún más abajo, maquinistas y mecánicos, en su mayoría filipinos. El buque, que rezuma dinero por todas partes, pasará una noche pavorosa.
En la tercera parte, “La isla”, algunos de los pasajeros y tripulantes han quedado aislados en una playa remota. Carl y Yaya están sucios y desarrapados, en el otro extremo del inicio de la película. La estructura de clases se ha disuelto: la riqueza no vale nada. Solo importa saber sobrevivir. Por lo tanto, la aseadora de los baños se declara “la capitana”.
El fantasma de El señor de las moscas ronda por esta historia, aunque aquí no se trata de una exploración en la condición humana, sino de un discurso anticapitalista, que se propone transformar el accidente en un experimento social y moral.
Al sueco Ruben Östlund, autor de las astutas Fuerza mayor y The square, le gustan las historias de grupos al borde del colapso, cuyos gestos de poder se acumulan para conducir a la disolución apocalíptica. Filma con excelente instinto visual, tiene un astuto sentido del tiempo y derrocha humor, fino o grueso. Pero un relato armado de forma tan truculenta como El triángulo de la tristeza, solo puede buscar un fin moralizante; en este caso, una lección sobre los despreciables ricos, dictada con bastante santurronería política. El infumable diálogo entre el ruso y el capitán lleva esta mecánica al paroxismo, con sus citas de Lenin, Marx, Kennedy, Thatcher y otros. Las más largas, por cierto, son… de Noam Chomsky.