Camino por Montevideo “rodeado de fantasmas para poder pensar”: todos los escritores uruguayos que leí con fervor desde joven. Creo que en cualquier esquina o café, me encontraré con algún personaje de una novela de Onetti o un cuento de Benedetti.
En una calle cerca del puerto, cae intempestivamente sobre nosotros (el grupo que recorremos la ciudad) un macetero desde un balcón. Recuerdo un cuento del gran Felisberto Hernández, en que un balcón se suicida, ¡por celos!
Felisberto Hernández es tal vez el más original e inesperado narrador de la tradición rioplatense. Sus cuentos abren puertas ocultas en el paisaje tranquilo y provinciano de Uruguay, como si lo inquietante y extraño estuviera a la vuelta de cualquier esquina.
¿Por qué se habla tan poco de él? ¿Por razones ideológicas, por haber sido anticomunista y eso tiene consecuencias en el mundo cultural latinoamericano, muy ideologizado? Eso cree un vendedor de libros usados, un felisbertista apasionado, con el que conversamos y recordamos algunos de los cuentos más desopilantes de Hernández.
Este “paisito” —como lo llamó con cariño Benedetti— ha dado escritores de alcance universal, entre ellos los tres franceses de origen uruguayo: Jules Laforgue, Jules Supervielle y ni más ni menos que el Conde de Lautréamont.
Supervielle es el menos conocido de esa triada notable. La primera vez que escuché hablar de él fue a Jorge Teillier. Supervielle se mueve entre la vigilia y el sueño, entre la ausencia y la presencia. Su propia biografía parece un cuento: sus padres, uruguayos, cuando era aún niño muy pequeño, viajaron a Francia, y tomaron un agua envenenada y murieron. Solo muchos años después descubriría, por azar, que era huérfano. Supervielle parece buscar a sus propios muertos en alguna zona muda e intermedia entre la vida y la muerte. Todo en un tono muy bajo, sin tremendismos ni imágenes efectistas. Ese es quizás el tono vital uruguayo: reposado, moroso y amoroso, acogedor.
Hasta el carnaval que se celebra en estos días es un carnaval más tranquilo que el de su vecino, Brasil. “Aquí se es feliz sin escándalo y desgraciado sin apuro” —dijo Benedetti.
Este es un país “piola” —como escuché decir por ahí—. ¿Será el mate, que se toma como agua de vida en todas partes y que tal vez tenga efectos tranquilizantes? ¿O será el río? Pero Buenos Aires también tiene el mismo río y la energía, la velocidad de las cosas, son distintas al otro lado de esta ribera uruguaya. Tal vez sea la relación con el campo, lo rural.
¿Será la falta de ambición, no querer ser “jaguares” de nada? Mujica es un líder, en comparación a otros líderes políticos de la izquierda, más tranquilo, tolerante, más apegado al sentido común, con algo de sabiduría y humor taoístas. Quizás eso ha hecho que la izquierda frenteamplista de aquí no se haya embriagado de sueños refundacionales extremos. Quien sabe, estas son solo percepciones de un visitante extranjero. Quizás es porque son menos habitantes. Ellos tuvieron también una década política violenta, pero su deriva ha sido mejor.
Duele —al ver los espacios públicos y monumentos cuidados de acá— recordar nuestros centros urbanos vandalizados, el ánimo crispado, destemplado de Chile. Ahora camino por una playa uruguaya, y no se ve ninguna basura, la arena limpia. ¿Mejor educación cívica? La primera vez que vine a Uruguay fue el año 78, en plena dictadura militar de acá y nuestra.
Llevaba una carta de mi abuela poetisa Patricia Morgan para su amiga Juana de Ibarbourou. Busqué la dirección, toqué varias veces el timbre... nadie contestó. No insistí lo suficiente: yo era un lector de poetas malditos e Ibarbourou era para mí antigualla literaria. Ah, soberbia juvenil. Me perdí de conocer a una gran poeta. Ahora la releo y la recito. Hay que releer y caminar este “paisito” dulce, que tiene mucho que enseñarnos, sobre todo la lentitud y la amabilidad, tan escasas ya en nuestros lares.