En la segunda quincena de febrero ya se anuncia el fin del verano. A veces, al atardecer, coge las espaldas una brisa ligera y dan ganas de ponerse algo de abrigo. La luz del sol adquiere una tonalidad ocre muy característica, suavemente dorada, como si un filtro de pastos secos inundara la atmósfera. Los días se tornan poco a poco más cortos y entonces toma sentido, al pasear, esa bella palabra que es “relente”, definida por el diccionario como “la humedad que en las noches serenas se advierte en la atmósfera”. Para compensar el verano que comienza a agotarse, sobre todo los niños y los más jóvenes procuran aumentar las horas finales de las vacaciones acostándose más tarde, prolongando sus juegos y diversiones lo máximo posible. No se quisiera detener nunca la fiesta. Cesare Pavese —en unas páginas hermosamente tristes, como todo lo que él escribió— precisamente piensa que en este período se viven los días estivales con una intensidad rotunda e incomparable con los otros días, empujados como están por la inminencia del fin.
Es la sombra que se cierne sobre el verano, proveniente de la percepción nítida y lánguida de la fugacidad del tiempo, de su pasar acelerado, de la conciencia de que se asoma la llegada rauda e inevitable del término, de que se avista en el horizonte el fin de la época estival, la aparición difusa del otoño que va entrando, y de marzo y sus agitados afanes. Es la época, incluso desde la edad muy temprana, del aprendizaje de la melancolía.
Esta (que no es depresión, como se suele confundir) tiene que ver con el hacerse presente, aunque no se le dé esa significación, de la finitud de todas las cosas, en definitiva, de la vaga concurrencia de la muerte. Es una tristeza difusa que se sobrepone a la alegría.
Existe un tópico de la retórica clásica que es pertinente mencionar. Se llama “Et in Arcadia Ego”, donde “ego” se refiere a la muerte y “Arcadia” a un lugar de alegría y aparente invulnerable sosiego: yo, la muerte, estoy también aquí, en Arcadia. Hay un hermoso óleo del pintor francés Nicolas Poussin que lleva ese nombre. En él dos pastores han descubierto una antigua tumba que lleva inscrito ese dicho enigmático y, a la vez, admirados, observan a una mujer luminosa, solemnemente vestida, que es como una aparición que viene a contrastar con la omnipresencia de la muerte. ¿Qué simbolizará esa señora que surge para saludarnos cuando comienza el fin del verano?
La esperanza quizás envuelta en todo nuevo comienzo, la sabiduría de los ciclos que traen el fin pero también el retorno.