Isaiah Berlin fue uno de los pensadores más brillantes del siglo XX. Amigo del análisis y las distinciones —y también de las paradojas—, es bien conocido, entre otras cosas, por el rescate que hizo de la antigua distinción de Arquíloco entre erizos y zorras.
Por supuesto que nadie confundiría un erizo con una zorra y nadie tampoco se ocuparía de establecer las muchas diferencias entre uno y otra. Pero Berlin se refería a las personas, a los individuos: los erizos serían aquellos que van por la vida con una sola idea dominante en la cabeza, mientras que las zorras lo harían con varias a la vez, incluso algunas incompatibles, o solo en apariencia incompatibles, como el propio Berlin, un liberal, cuando manifestó simpatía por ideas de izquierda, lo mismo que había hecho en el siglo anterior otro liberal, John Stuart Mill, en su libro “Capítulos sobre el socialismo”. De Mill se celebra, y con justísima razón, su libro “Sobre la libertad”, pero suele pasarse por alto la obra en que hizo las cuentas a la doctrina socialista de su tiempo, puntualizando tanto los errores como aciertos que vio en ella.
Si se preguntara a los conocedores de la distinción entre erizos y zorras, lo más probable es que todos dirían que pertenecen a las segundas, en circunstancias de que, en los hechos, casi todos nos comportamos como erizos. Encerrados en nuestras propias ideas y temerosos o despectivos de las que se les oponen, husmeamos poco y nada en territorios que no son los nuestros, considerando que quienes habitan estos últimos son necios o perversos. Nos complace la tribu en que nos encontramos, que bien puede ser distinta de la que teníamos hasta hace muy poco, y desdeñamos la figura de los exploradores y su atracción por los parajes desconocidos.
Otra buena distinción de Berlin es la que hizo entre “naivite” (digamos ingenuos) y sentimentales. Los primeros, con una debilitada conciencia de sí y de su papel en el mundo, están en paz consigo mismos, disfrutan del público que los acompaña y se ajustan a las reglas que priman en la sociedad en que viven. En cambio, los sentimentales son caracteres tumultuosos que buscan aliviar las heridas secretas o patentes, tanto propias como de la sociedad. Los sentimentales no están en paz consigo mismos y no disfrutan la serenidad de los ingenuos. Y si bien Berlin aplicó estas categorías a los artistas, ellas pueden ser extendidas a quienes no se encuentran tocados por el talento artístico.
Verdi sería el prototipo del ingenuo, un creador completamente absorto en su arte y que desiste de utilizarlo para algún objetivo ulterior que el goce suyo y de los demás. Beethoven, por el contrario, se ubicaría entre los sentimentales, los disconformes, los que, en algún grado al menos, tienen la pretensión de cambiar el mundo o de superar sus imperfecciones. Así las cosas, el riesgo de la ingenuidad es la complacencia y el de los sentimentales la inflamación de las pasiones.
Con los resguardos del caso, la señalada distinción podría ser ampliada más allá del mundo artístico; por ejemplo al ámbito de la política, aunque en este último es difícil encontrar ingenuos, y no pocas veces el ímpetu de cambiar el mundo por parte de los políticos sentimentales es solo una retórica para ocultar lo que no es más que la obsesión con sus propias carreras personales. Y en cuanto a los políticos que pudieran parecerse a los ingenuos, suelen confundir serenidad con conformismo, tolerancia con aburguesamiento, y buenos modales con hipocresía o cinismo.
Nunca debe ser descartada la posibilidad de los híbridos, pero en este caso serían muchos más los ingenuos que afirmarían tener algo de sentimentales que los sentimentales que admitirían tener algo de ingenuos.
Es bueno mantener un cierto grado de malestar con uno mismo y con la sociedad en que vivimos. En caso contrario, corremos el riesgo de dormirnos en los laureles que nosotros mismos nos hemos puesto en la cabeza.