Cada verano las energías del país se vuelcan al combate de los incendios que arrasan con el sur. Los siniestros son cada vez peores, a pesar del heroísmo y solidaridad de millones de compatriotas y la ayuda de países extranjeros. Esto no es una fatalidad. La predicción de un terremoto, por ahora, está lejos del conocimiento humano; no así de los incendios, cuyas causas y circunstancias facilitadoras se conocen de sobra.
Se sabe que siempre interviene un agente humano, sea en forma casual o premeditada. Se sabe que el calentamiento global seguirá acentuando condiciones propicias para los incendios, como se registra en todo el mundo, incluyendo países altamente desarrollados. Se sabe que el fuego pone en entredicho el valioso patrimonio forestal chileno, creado en el curso de más de medio siglo de esfuerzos público-privados, lo que acarrea un gigantesco costo humano, social, económico. Se sabe, en fin, que basta una temporada estival para desbaratar nuestros logros en reducción de emisiones.
No puede ser que el fuego ocupe la agenda noticiosa estival y luego pase al olvido. Él está aquí para quedarse, y combatirlo se ha vuelto un desafío estratégico de Chile. Es hora de tomar el toro por las astas. Para ello basta con seguir usando las mismas herramientas, perfeccionándolas e inyectándoles más recursos; tampoco con aumentar las penas para los agentes humanos responsables. En suma, la cuestión no es repartir más aspirinas: se necesita una cirugía mayor.
El asunto tiene múltiples dimensiones, que abarcan al mundo público y privado. Hay una, sin embargo, que estimo de particular importancia: las formas de poblamiento del territorio, en especial en el sur de Chile.
Es cuestión de observarlo: cada vez más familias, de todo nivel de ingresos, se trasladan al sur. La histórica migración campo-ciudad, empujada por el retraso y las turbulencias del mundo rural y las oportunidades del mundo urbano, se ha revertido. Ahora hay una migración inversa: un desplazamiento de la ciudad al campo, sea en forma permanente o transitoria.
Los loteos de parcelas destinadas a grupos de altos ingresos, que inundan Chile entero, incluyendo zonas extremas como Aysén y la Patagonia, son la punta del iceberg. Aún más masiva es la subdivisión en minisitios que se transfieren entre herederos o se venden informalmente a familiares que se fueron a vivir a la ciudad y desean volver y construir una cabaña para pasar sus vacaciones e instalarse llegada la hora de jubilar. Así, por doquier brotan pequeños caseríos o villorrios en zonas agrícolas, con las autoridades impotentes o haciendo la vista gorda.
Esta caótica semiurbanización del mundo rural es incentivada por diversos factores. Está el deseo de quienes tuvieron que migrar a la ciudad décadas atrás de volver al terruño, ahora con casas de alto estándar, caminos pavimentados, camioneta e internet. También el anhelo de contar con una segunda vivienda, que pasó de privilegio de los ricos para transformarse en una aspiración mucho más extendida. Ha influido, además, la disponibilidad de recursos por el retiro de los fondos previsionales, el menor costo relativo de los materiales de autoconstrucción y la aspiración a rentabilizar la inversión, al menos parcialmente, gracias a Airbnb.
La migración inversa ha hecho más porosa la frontera entre el mundo rural y urbano. En los parajes más remotos, y al costado de un bosque o de una pradera con trigo o avena que en el verano son verdaderas bombas incendiarias, brotan pequeños villorrios, lo cual aumenta exponencialmente el riesgo de incendios, multiplica su costo humano y dificulta su combate.
El proceso en marcha es incontenible. La descentralización, el aprovechamiento del territorio y la búsqueda de una vida más integrada con la naturaleza son una tendencia planetaria. Para evitar la anarquía, sin embargo, el Estado debe hacer cumplir las regulaciones, y si es necesario, actualizarlas. Para la industria agrícola y forestal, por su lado, el nuevo escenario es un gran reto. Las amplias extensiones libres de intervención humana que dejaron las forzadas migraciones a la ciudad de otrora son cosa del pasado: desde ahora la actividad productiva deberá convivir estrechamente con sus nuevos vecinos.