“Cuando pienso en John Ford, siento el olor de las barracas, los caballos, la pólvora. Visualizo silenciosas y gigantescas llanuras, los interminables viajes de sus héroes”. Recogida para un tributo realizado por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, esta poética frase —cuyo autor es Federico Fellini, nada menos— calza perfecto con el perfil de admiración irrestricta que Ford y su legado han generado en sucesivas generaciones de realizadores, desde mediados del siglo XX hasta la actualidad.
El mismo Fellini agrega, con total sinceridad, algo que se ha vuelto casi un lugar común cuando sus colegas se refieren al director de “Las uvas de la ira”: “Es un artista en estado de pureza total, bruta e inconsciente, libre de intermediaciones culturales, inmune a la contaminación intelectual”. El cineasta como una suerte de portento, un verdadero original, la sal de la tierra.
Vigencia del mito
Pero, ¿en verdad, es así hoy? De cara a los cincuenta años de su muerte (que se cumplen el 31 de agosto), ¿qué podría comunicar el autor de “La diligencia” a jóvenes directores que transpiran lo mismo mientras filman un gran plano secuencia e idean contenido promocional para sus redes sociales? ¿Le hacen sentido clásicos como “My Darling Clementine”, “Fuerte Apache” o “The Searchers” a un público acostumbrado consumidor de sagas y secuelas que transcurren “hace mucho tiempo y en galaxias muy lejanas”?
Lo pregunto a propósito del papel central que Ford, su obra y su mito juegan en la trastienda de “The Fabelmans”, las memorias fílmicas de Steven Spielberg. En la cinta su figura es evocada con debida reverencia y misterio, pero también con una dosis de ironía suficiente para bajar al hombre del pedestal en el que tantos lo han puesto.
Como tantas cosas que le ocurren durante el relato al joven Sam, en la hora del encuentro con el maestro la grandeza del creador se confunde con lo volátil del sujeto de carne y hueso que está frente a él, alguien que le da un par de consejos útiles para el futuro, pero también aprovecha de mandarlo al diablo a la primera de cambio. Ford habrá sido una leyenda viva, pero una que no tenía tiempo ni ganas de escuchar tus cumplidos.
Spielberg no fue la excepción. Los diversos jóvenes que, tal como él, se le acercaron entre mediados y fines de los años 60, cuando el director aceptaba a duras penas su realidad como jubilado de la industria, dieron testimonio del carácter imposible de ese hombre cuyas películas querían tanto: Peter Bogdanovich logró arrancarle unos cuantos monosílabos y frases sueltas, al querer entrevistarlo para un libro y un documental. Joseph McBride, su futuro biógrafo, tuvo la buena/mala suerte de citarse con él en el día en que, malhumorado, cerraba para siempre su oficina. Sobrevivió para contarlo.
A Dennis Hopper —quien visitó a Ford cuando ya estaba atrincherado en su casa de Palm Desert, en el valle de Coachella— le fue mejor, pero solo porque llevó a su lado a John Huston, a quien el viejo Jack consideraba un igual.
Todos ellos, sin embargo, alcanzaron a entender que esa “muralla” impenetrable levantada contra el invasor no estaba ahí para ocultar la presunta sensibilidad del gran artista, sino que ambas dimensiones —la lírica y la intratable— eran parte de una misma cosa, y que era precisamente eso lo que volvía (y todavía vuelve) el arte de John Ford algo tan esquivo e inatrapable: un espacio donde la inmensidad de esos cielos, llanuras y los personajes que las habitan, convive con un mundo de pequeños gestos, miradas y señales que tal vez pasen desapercibidos en nuestra vida diaria, pero que puestos en la pantalla súbitamente se hacen visibles, cruciales.
Temprano en su carrera, Ford demostró una habilidad suprema —solo igualada, quizás, por Renoir y Ozu— a la hora de plasmar lo pequeño y lo grande, lo perenne y lo transitorio, lo público y lo privado. Kirby Yorke, el coronel de ejército caminando de madrugada por la ribera del río Grande, en la película del mismo título, es ambas cosas a la vez: arquetipo de heroísmo bajo crítica y alma en pena al borde de un torrente interminable. Imposible separarlas. Al contrario de lo que haría un cineasta con agenda, Ford no insiste en dirigir la mirada del espectador. En su cine todas las dimensiones están a la vista, dependerá de uno elegir qué mirar.
Al respecto, aún es válido el comentario que el propio Ford le hizo a Katharine Hepburn —la gran pasión de su vida— mientras navegaban aún enamorados e invencibles rumbo a Fenwick Island, en la costa de Delaware. “¡Mira, mira qué bello atardecer. Míralo!”, le había dicho Hepburn señalando el horizonte dorado.
—Kate, solo disfruta y déjate llevar. Todos lo estamos viendo, igual que tú.