Llegan malas noticias desde la plaza de la infancia. Un hijo mayor me escribe angustiado: “¡Botaron el árbol de la plaza, ahora el sol llega directo a la casa, mataron la sombrita!”. Rescato esa precisa y preciosa descripción, que se hace tan vívida en estos días de sol abrasador e inclemente: “matar la sombra”. Pero no solo eso mataron al derribar el viejo árbol: “tantos recuerdos… toda mi infancia jugando debajo de ese árbol... tantas pelotas que quedaron ahí arriba entre sus ramas... las escondidas... tantas veces tapándose los ojos apoyado contra el árbol contando: ¡un dos , tres, salí!”.
Un árbol no es solo un árbol, un árbol son vínculos, recuerdos, raíces. Los árboles son amigos leales de los niños, los protegen, conversan con ellos. Lo decía el poeta Federico Hölderlin: “Cuando era un niño/ de los gritos y burlas de los hombres/ a menudo un dios me protegía (...)/ Fui educado por los árboles/ de los bosques más armoniosos y a amar aprendí entre las flores”. Los que talan árboles indiscriminadamente en nuestras ciudades asoladas por la sequía no saben lo que es un árbol. Esa ignorancia ha tenido consecuencias catastróficas, y es una ignorancia que atraviesa nuestra sociedad: desde el pirómano que se solaza iniciando incendios hasta la autoridad que autoriza derribar un árbol, siempre buscando, por supuesto, una justificación. Siempre habrá un “experto” que se apresure a dar la orden de tumbar un árbol, antes de buscar todos los medios posibles de salvarlo. ¿Alguien ha visto en nuestras plazas niños morir porque se les ha caído un árbol encima? Si ha habido casos, serán excepcionales. Pero nadie ha calculado cuántos niños agonizan interiormente, privados del vínculo sagrado con la naturaleza, con los árboles tutores y hermanos. Nuestros niños urbanos han ido perdiendo esa “educación” que dan el viento en el follaje y los cantos de los pájaros. Y, ahora, nuestros niños digitalizados empiezan a perder todo contacto real con las cosas y los seres: ¿es mejor educador una pantalla que un árbol? Deslicen la mano, acaricien un árbol: sentirán su energía, su textura, y querrán abrazarlo. ¿Se puede abrazar, acariciar una pantalla?
Autoridades todas, alcaldes, expertos, políticos, abracen árboles. Si lo hicieran más frecuentemente, darían más fruto y tendrían más raíces. Los expertos se mueven en el mundo de las abstracciones: un árbol es un número más entre sus números, un obstáculo a su codicia o a sus “paisajismos” esteticistas. No saben que el árbol de la plaza de la infancia que acaban de derribar no es solo madera. ¿No ven cómo salen de él miles de recuerdos volando, mientras cae? Es hora de abrazar los árboles, de cerrar los ojos y grabar en sus cortezas nuestros verdaderos nombres; es hora de escuchar el canto de los zorzales al atardecer, y dejar de oír el griterío de los hombres; es hora de acumular el silencio de los árboles dentro nuestro, guardarlo como reserva para tiempos difíciles.
Rubén Darío, uno de los grandes poetas de nuestra lengua, dijo: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura/ que esa ya no siente/ que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivos/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. Qué bello poema, pero qué error el de Darío: ¡los árboles sí sienten! Lo que se ha derribado en nuestra plaza no es un montón de palos o ramas: es un sentir, y la gran tarea que se nos exige a los habitantes de nuestro planeta en peligro es abrir la conciencia a ese sentir. Nuestro país está enfermo en el alma: nos sobran pirómanos que incendian bosques y “expertos” que justifican talar los pocos árboles de las plazas. Los que dan cobijo, sombra, los que ensanchan la infancia. “¡Mataron la sombrita!”. Mataron a un árbol amado. Llora la plaza de la infancia, llora el barrio, lloran los que saben —como mi hijo— que, para sobrevivir, tan importante como el calcular es el sentir.