El cambio climático, la contaminación y la carbono neutralidad llevan años de protagonismo en la agenda mundial. Y aunque nos han llevado a tomar cierta conciencia, han invisibilizado el mayor problema que acecha a nuestro planeta: la pérdida de biodiversidad y del equilibrio natural que hemos pagado como el costo de un desarrollo ilimitado.
Porque el pensamiento económico tradicional tiene graves defectos y debe reformarse si se quiere evitar un desastre ambiental. Y con la misma fuerza que hacemos esa afirmación, hemos empujado el esperanzador enfoque del documento “Economía de la Biodiversidad”, de Partha Dasgupta, para incorporar ese costo, hasta ahora ignorado, en las decisiones económicas del país.
Sin la naturaleza no podríamos existir. Sin los ciclos ambientales que refrescan el aire, purifican el agua, transforman los productos de desecho en nutrientes y mantienen las temperaturas adecuadas para la supervivencia, no podríamos soñar con un futuro. No vivirían los campos sin la polinización de los insectos, las comunidades sin la purificación de agua de los humedales, las ciudades sin las áreas verdes que capturan el CO{-2}. ¿Por qué, siendo básicos para nuestra existencia, no valorizamos su pérdida a la hora de evaluar, por ejemplo, las inversiones? ¿Por qué, si son el sustento de nuestros sistemas productivos, han estado siempre fuera de sus cálculos?
Es urgente mirar al medio ambiente —cuyo desmedro además aumenta la desigualdad— como parte de la estructura de la economía.
Esta historia partió, en Chile, en febrero de 2020. El Consejo Nacional de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación para el Desarrollo —asesor permanente de la Presidencia— se encontraba revisando insumos para construir la futura Estrategia Nacional de ese sector. Su consejera y ecóloga, Bárbara Saavedra, pidió detenerse en un documento que se estaba redactando en el Reino Unido: el futuro Reporte “Economía de la Biodiversidad”, que pronto publicaría un primer avance de resultados.
Allí, el economista británico Partha Dasgupta intentaba responder a tres encargos que le había hecho el Departamento del Tesoro: evaluar los beneficios económicos de la biodiversidad a nivel mundial, evaluar los costos económicos y los riesgos de la pérdida de biodiversidad, e identificar acciones para mejorar simultáneamente la biodiversidad y generar prosperidad económica.
La versión final del reporte, después de dos años de trabajo, logró algo inédito: poner en un código común la conversación de dos disciplinas tan distantes, y a la vez tan fundamentales, como la ecología y la economía.
El Reino Unido ha sido pionero en la formulación de este enfoque, que reconoce el valor intrínseco de la naturaleza, pero busca dimensionarlo en términos económicos, con la única razón de contribuir a su protección al integrarlo explícitamente en las decisiones financieras.
Chile vino detrás, una vez que la Estrategia Nacional de CTCI que recibió el Presidente de la República en junio hizo la recomendación de seguir este enfoque. El Banco Central ya estudiaba incorporar esta nueva línea a las cuentas nacionales y el Ministerio de Medio Ambiente rápidamente se alineó. El cambio de gobierno no modificó los planes, sino que depositó —igual que en Reino Unido— esta responsabilidad en el Ministerio de Hacienda, donde Mario Marcel —antiguo alumno de Partha Dasgupta— tomó la posta. Finalmente, esto tomó forma de política pública, cuando el Presidente Gabriel Boric firmó el decreto que crea el comité y dijo: “Me formo la convicción de que este es uno de los eventos quizá más importantes en los que vamos a participar en nuestros cuatro años de gobierno, porque implica un cambio de paradigma mayor”.
El comité estará integrado también por el Ministerio de Economía, con el acompañamiento técnico del Banco Central y el Consejo Nacional de CTCI, en una muestra de articulación y coordinación estatal que nos enorgullece porque se pone al servicio de uno de los mayores activos de Chile: su naturaleza.
¿Para qué? Para que así como las empresas tienen balances anuales, y un registro de bienes, el país pueda medir su “riqueza inclusiva”: una tasación o registro de todas las existencias de capital, incluyendo humedales, peces en las costas, especies animales y vegetales, para año a año evaluar si siguen sanas, o si han sido perjudicadas, cuál es el costo económico de esa pérdida y cómo puede subsanarse.
Entonces habremos de verdad valorado nuestra riqueza: no solo el capital producido —carreteras, edificios— o el antes llamado “capital humano” —los avances en educación—, sino también el valiosísimo capital natural.
Aisén Etcheverry
Presidenta Consejo Nacional de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación para el Desarrollo