En materia literaria cada cual tiene sus propios gustos y preferencias. Gustos y preferencias personales, mas no por ello arbitrarios. Unos y otras se han ido formando a lo largo de años de lecturas, de frecuentar variados géneros y de intimar con distintos autores. Un librero amigo conoce muy bien mis gustos —que prefiero llamar “mañas”— y me espera siempre con una pila de novelas que ha apartado antes de mi llegada. Novelas, porque es el género que prefiero, comprobando con preocupación que amigos que las han leído toda la vida empiezan a abandonarlas a favor de las biografías, aunque me consuelo pensando que debe ser porque estas últimas han empezado a escribirse como novelas. ¿Puede haber un momento de mayor humanidad que aquel de una novela de Richard Ford en que uno de los personajes se intranquiliza al ver cómo su hermana, enferma terminal de un cáncer, pide al mozo un Martini doble que deja luego reposar sobre la mesa, sin tocarlo, solo en recuerdo de los buenos tiempos?

No hay por qué jerarquizar a los autores que se disfrutan, si bien hay que registrar el hecho de que uno de ellos destaque notoriamente sobre el resto. Es lo que me pasó hace ya tiempo con la prosa de Roberto Bolaño: no es que me parezca solo la mejor de cuanta se ha escrito en Chile, sino que su calidad la pone incluso fuera de escala. No es la número uno, la que encabeza la escala, sino que se encuentra algo por encima de esta.

Sé que no todos los lectores compartirán el entusiasmo de ese juicio, y puedo atribuirlo a que quizás no partieron leyendo a Bolaño por donde debían. Yo también ignoro por dónde se debe partir con un autor, aunque considero que debe hacérselo siempre por sus obras mayores, las más extensas, si bien entiendo, sin compartirlo, el horror que producen hoy las obras demasiado largas a lectores que alguna vez se tragaron el anzuelo de que lo pequeño es hermoso.

Y todo lo anterior solo para celebrar la reciente aparición de “Bolaño por sí mismo”, unas entrevistas al narrador que seleccionó y editó Andrés Braithwaite para el sello Bastante y que en años anteriores fueron publicadas por Ediciones de la Universidad Diego Portales. Una edición enriquecida con un prólogo de Juan Villoro y un epílogo de Alejandro Zambra. Como se ve, todo un lujo.

“¿Quién es Bolaño?”, preguntaron a nuestro autor, y su respuesta no se hizo esperar: “No lo sé ni me importa. No sé quién soy, pero sé lo que hago”. Y lo que hacía era escribir, tratando siempre de “escribir bien, si se puede algo mejor que bien; intentar la excelencia”. Pero “escribir —decía— no es lo más importante; lo más importante es leer”, y admitiendo que podría pasarse un año sin escribir, agregó que “no podría pasarme un año sin leer nada”. “Escribir no es normal —remataba—, lo normal es leer”.

¿Apestado Bolaño con Chile mientras vivió en México y en España? Así lo reconoce, pero a continuación, en un giro habitual de sus entrevistas, se echa atrás, se desdice: “Uno no puede sentirse así con respecto a un país”. Otra cosa son las personas —aclaró—, porque siempre hay “afectos y rechazos, que en este caso vienen a ser lo mismo”. “Mira —remarca a uno de sus entrevistadores—, yo soy chileno. Y con un chileno en mi vida ya es demasiado”.

A Bolaño le habría gustado ser detective, ocupación que equipara a la de “intelectual popular”, aunque “el oficio en el que mejor me he desempeñado —confidenció— fue el de vigilante nocturno de un camping cerca de Barcelona”, el mismo que consumieron las llamas poco antes de la muerte del escritor.

En estas entrevistas reinan las paradojas —que son algo mucho mejor que los prejuicios— y se leen como cuando se escucha a alguien hablar en un bar, en una tertulia, en un café, donde las respuestas casi ni se piensan y salen a “medida que la conversación va progresando”.