Un grupo de universidades estatales, a solicitud del Gobierno y financiadas por él, acaba de elaborar un informe sobre los medios, el derecho a la información y la libertad de expresión en Chile.
Son varios los problemas (descontada alguna cacofonía y lo escueto de sus argumentaciones) que ese informe posee.
El más obvio de todos es que las universidades o los académicos no tienen ninguna ventaja epistémica a la hora de decir cómo debe ser organizado el sistema de medios, cuál debe ser la regulación de la libertad de expresión o qué discursos deben ser promovidos y cuáles, en cambio, deben estar entregados a su suerte. Una ventaja epistémica es una condición que le permite a quien la posee alcanzar la verdad o la corrección. Sobra decir que en estas materias la ventaja epistémica no existe. Los miembros de las universidades tienen por supuesto, opiniones e intereses en ese tipo de materias, y debe respetarse el derecho que les asiste a manifestarlos; pero el hecho de que quienes las emiten pertenezcan a una universidad, por prestigiosa que sea, no provee a esas opiniones y puntos de vista de ninguna autoridad para que los ciudadanos o los órganos donde se forma la voluntad popular deban inclinarse ante ellas. A comienzos de siglo, Max Weber llamó profetas de cátedra a quienes se servían de su posición académica para promover o prestar autoridad a opiniones o puntos de vista controversiales, que son propios del debate ciudadano. El problema de este informe es exactamente ese. No manifiesta con claridad antes de hacer constar sus opiniones lo que es obvio: sus límites epistémicos, el hecho de que se trata de puntos de vista controversiales, que podrían haber sido vertidos por cualesquiera grupos de personas. Incurre, pues, en el profetismo de cátedra.
El informe incurre además en un malentendido frecuente, en una media verdad. Es cierto (como hace bastantes años lo observó Owen Fiss, un profesor de Yale) que la libertad de expresión puede tener un efecto silenciador. En otras palabras, es bastante obvio que, en una sala, cuando alguien habla los demás deben callar. Y como el tiempo es escaso, hay un juego de suma cero inevitable entre quien se expresa y quien guarda silencio. Todo eso es cierto; pero de ahí no se sigue que hoy el Estado o un órgano público o alguna otra forma de regulación deba decidir quién habla y quién no, qué discurso se divulga y por qué medio y cuál no.
Hay dos razones para sostenerlo.
En primer lugar, nunca como hoy la esfera pública —ese ámbito en el que las personas intercambian puntos de vista y raciocinan acerca de la vida en común, según la famosa definición de Habermas— había sido tan profusa en medios de comunicación. El acceso a los medios nunca había sido más sencillo. El problema hoy es más bien el acceso a las audiencias, que exista gente que se interese por lo que los abundantes medios divulgan. El problema hoy, vale la pena reiterarlo, no es el acceso a los medios, sino el acceso a las audiencias que los medios han construido durante largos lapsos. Intentar corregir las audiencias equivale, sin embargo, a conducir las preferencias de las personas sobre la base de que hay preferencias que merecen la pena y otras que no.
A ello se suma que cualquier regulación del contenido en el mercado de medios (como la perspectiva de género o la interculturalidad) supone que hay bienes que sería valioso promover; pero ocurre que el supuesto de la libertad de expresión es que esos bienes no existen como cosa indiscutida y la libertad existe más bien para averiguar cuán apetecibles son. Hay temas que parecen urgentes e indiscutidos —como los anteriores—, pero cuando se los mira de cerca son controversiales. Y la libertad de expresión existe para que esa controversia se despliegue, no para zanjarla. Y para qué decir el propósito de “combatir la desinformación” que inspira al informe. La información (es cosa de leer a Luhmann) es selectiva por definición. Luego, combatir la desinformación es una manera eufemística de combatir puntos de vista que se juzgan inadecuados.
¿Tiene valor este informe? Sí. Y él deriva del hecho de que invita a discutir; aunque no tanto acerca de lo que propone, sino acerca de lo que omite.
Columna escrita para El Mercurio de Valparaíso.
Carlos Peña