Los dados ya están echados para Lydia Tár cuando —muy avanzado el filme— se encuentra brevemente con su hermano, en la neoyorquina casa de su infancia. Esos dos no tienen mucho qué decir al otro, aunque este le espeta al pasar una frase que se clava como cuchillo: “Nunca te diste por enterada de dónde venías y hacia dónde ibas”. Por una vez esta mujer, directora de orquesta y compositora superestrella, intelectual público de nota, ícono feminista y símbolo de la cultura en la actual centuria, no tiene respuesta. Más aún, ya no tiene gasolina en el tanque. El rey, la reina en este caso, está desnuda.
Reciente nominada a seis premios de la Academia (Mejor Película, Mejor Director y Mejor Actriz, entre otros), Tár ha sido promocionada como una suerte de ajuste de cuentas para Todd Field, quien regresa a la dirección después de 18 años y una larga serie de proyectos frustrados, y también la virtual coronación de Cate Blanchett como la intérprete más influyente de su era (todo parece indicar que el 12 de marzo ganará su tercer Oscar); pero sobre todo es el relato de cómo una figura de poder —en apariencia, perfectamente adaptada a estos tiempos reivindicativos e identitarios— comienza a deshilvanarse, costura tras costura frente a quienes la admiran, la envidian y le temen, justo en la recta final, cuando el objetivo perseguido durante toda su vida creativa está ahí, frente a sus ojos. La película se inicia cuando Tár está sumergida en los ensayos de la Quinta Sinfonía de Mahler, junto a la Orquesta Filarmónica de Berlín: es la única pieza faltante que le resta para completar el registro del legendario ciclo sinfónico que los mayores conductores del siglo XX escalaron, uno tras otro, como si se tratase de un Everest musical. Toda la red de apoyo que ha construido durante décadas está ahí, detrás suyo, ayudándole en la escalada: sus músicos, el directorio de la Philharmonie, diversas fundaciones culturales, el sello Deutsche Grammophon, la revista New Yorker, la editorial que prepara con ella un libro de conversaciones; Sharon, su esposa y primer violín de la orquesta, y finalmente Francesca, una sufrida y fiel asistente todo terreno. Lydia parece tocada por las musas, nadie quiere (ni puede darse el lujo de) verla fallar, y sin embargo…
A la hora de perfilar a esta ficticia directora de orquesta, Field y Blanchett beben de distintas fuentes reales. De Herbert von Karajan toman esa actitud reconcentrada y trascendental —siempre al borde de la gran reflexión—, pero también su fascinación por el lujo y los autos deportivos. De Plácido Domingo y James Levine, el aura todopoderosa de los que se saben en las alturas hasta que, casi sin darse cuenta, caen. De Glenn Gould, cierta misantropía y humor cruel. Pero claro, a quien más se asemeja Lydia, a quien más busca parecerse es a su mentor, Leonard Bernstein: tal como Lenny, Tár posee una doble carrera directorial y compositiva, al tiempo que despliega un costado docente sin dejar de lado en ningún momento la obsesión mediática, esa necesidad de estar presente, de situarse siempre “afuera”, a la vista. La homosexualidad de ambos forma parte de la ecuación, pero también una hibris desmedida, esa que llevó a Bernstein a privilegiar su carrera con las orquestas internacionales pero mandó al clóset a su obsesión creativa, la misma obsesión que mueve a Lydia a intentar igualar al maestro completando su ciclo de Mahler (Bernstein lo grabó tres veces, a lo largo de su vida, dos en disco y una en video), para luego abocarse a superarlo en todos los ámbitos. Componer más. Grabar más. Ser más atractiva y rutilante. Poseer una familia más feliz.
Hay algo decididamente pantagruélico en la figura de Tár que puede extrapolarse a la voracidad de diversas figuras pop —esas que aspiran a ganar premios, escribir sus memorias, tener su fragancia y arrasar en las redes—, pero lo que vuelve fascinante al personaje es la tensión entre su condición de mujer destacada en un ámbito históricamente monopolizado por hombres versus el patriarcal estilo de liderazgo que la aludida ejerce sobre sus dominios, uno que se dice independiente del género y la corrección política para privilegiar solo el talento. Lydia puede darse ese lujo porque ya no compite en el mercado, ella misma se ha vuelto “el mercado”. Acaso el mayor mérito del filme es la forma en que pincha esa burbuja, esa pompa de jabón, que brilla y luego desaparece.