La filtración a la opinión pública esta semana del audio de una reunión entre la canciller y su equipo de colaboradores más cercanos provocó un comprensible escándalo. Impactó el amateurismo para abordar una cuestión tan delicada como la relación con Argentina, nuestro principal vecino. A los oídos sensibles también les incomodó el lenguaje vulgar.
Pero como yo tengo otra cabeza, acaso excéntrica (fuera del centro), fueron otras cosas las que me choquearon.
Lo primero, la relación entre la canciller Urrejola y el senador de la UDI Iván Moreira. Quedó en evidencia un lazo como de “confidentes”: ella reveló una especie de “línea privada” entre ambos, a través de la cual él la dateaba. La ministra lo contó sin pudor ante funcionarios de izquierda que podrían haberse espantado de su “conexión” con Moreira.
Perturbador.
Lo segundo es cómo en la misma reunión se asegura que las relaciones de la Cancillería con la comisión de Relaciones Exteriores del senado mejorarán con la partida del senador de izquierda Jaime Quintana (a quien definen como “amurrado”) y la llegada del senador de derecha Francisco Chahuán.
¿Por qué Moreira y Chahuán son como “regalones” de la Cancillería del gobierno de Gabriel Boric? ¿Qué nos estamos perdiendo?
Hay más rarezas. Por ejemplo, el trato con la prensa. En una parte de la conversación se instruye a la jefa de prensa que les diga a los periodistas que viajarán a Argentina en el avión presidencial que les pregunten a las autoridades por el asunto del embajador Bielsa. “Ok”, dice la funcionaria, dándolo por hecho. Es decir, lo que ocurriría después es que ella iría donde los periodistas a decirles, “oigan, pregunten esto y esto otro” y ellos ¿lo harían? Entonces, a la hora de los noticieros, la opinión pública vería a los reporteros interrogando a la ministra como si supuestamente cumplieran con el rol de “perros guardianes” de la sociedad, haciendo escrutinio del poder, pero todo sería una farsa. Porque en verdad los periodistas estarían preguntando lo que el poder quiere que le pregunten.
Rompecorazones.
Lo último es lo anticuado del equipo top de la Cancillería chilena. Pese a ser personas relativamente jóvenes, se comportan como gente de otra era, digitalmente hablando. ¿Cómo no comprender que hoy todo está siendo oído y eventualmente almacenado? ¿No les pasa a ustedes que cuando se ponen a hablar de vacaciones en el Caribe después de un rato en el teléfono empiezan a aparecer avisos de hoteles y cruceros? Nuestros teléfonos, queridas amigas y amigos, lo registran todo, desde California o desde Beijing. Por lo tanto, si uno quiere hablar cosas muy delicadas y privadas, estratégicas; cosas que podrían desatar un conflicto internacional, o dañar severamente el prestigio del país, debería preocuparse de que nadie que participe de esa reunión tenga el teléfono a mano. Las personas modernas tienen cajitas fuera de las oficinas para dejar los teléfonos.
Y si no tienen la cajita, al menos yo tendría la precaución de no discutir cuestiones de seguridad nacional o de sensibilidad internacional, si fuese canciller, por ejemplo, como si estuviese en el camarín de un club de barrio porteño después de la pichanga y con varias cervezas en el cuerpo.
Digo yo.