Uno de los puntos que dividen las visiones constitucionales en nuestro país es el rol que podrá cumplir el sector privado en la prestación de servicios vinculados a los derechos sociales, y si se mantendrá o no la tradición histórica de cooperación entre el Estado y los particulares en temas como educación, salud y previsión social, entre otros. Si las bases fundamentales que fijan los márgenes dentro de los cuales los constituyentes podrán escribir una nueva Carta, y que fueron incluidas en la última reforma constitucional, son interpretadas de buena fe, tal cooperación debería quedar garantizada en el texto a ser plebiscitado, pues así lo prescribe el acuerdo alcanzado. Eso, además, sería coherente con el deseo expresado en estudios de opinión que señalan que un 76% prefiere un sistema mixto y elegir libremente a cuál pertenecer.
Como las constituciones no son todopoderosas en lo que pueden prevenir, existen muchas amenazas latentes para los prestadores no estatales de estos servicios sociales que son el fruto de decisiones políticas gubernamentales y legislativas, o bien de resoluciones judiciales extemporáneas, de tribunales que pretenden transformarse en impulsores de cambios sociales coherentes con su perspectiva ideológica, más que actuar como instituciones que deberían, al menos, ceñirse a los cuerpos legales establecidos por la soberanía popular. Precisamente de ello se trató el gran cambio democrático de la modernidad, que instauró el “gobierno de las leyes en reemplazo del gobierno de los hombres”, para que los ciudadanos no quedaran sometidos al juicio arbitrario de algunos jueces, sino que fueran juzgados de acuerdo a la ley previamente establecida y conocida por todos.
La judicialización de las políticas públicas tiene consecuencias de la máxima gravedad y el mejor ejemplo de ello es la situación de las isapres, cuya supervivencia está puesta en tela de juicio, como producto de decisiones judiciales que no les han permitido adecuar sus planes a las alzas objetivas de los costos médicos. A mayor abundamiento, el gasto en licencias médicas ha crecido exponencialmente en un 60%, sin que la autoridad haya tomado medidas adecuadas para prevenir los fraudes y otros excesos.
Las consecuencias de todo lo anterior no han sido debidamente calibradas. La salud privada atiende a tres millones 200 mil afiliados que, voluntariamente y en una elección libre, las han preferido antes que al servicio de salud estatal a cargo del 80% de la población, y cuyas falencias son la verdadera deficiencia de la salud chilena. El problema es que la quiebra eventual de las instituciones privadas no afectaría exclusivamente a quienes las han preferido, de suyo problemático, sino que posiblemente llevaría al colapso final del sistema de salud pública que ya enfrenta, hoy mismo, incrementos significativos en las listas de espera para toda suerte de atenciones, incluso aquellas de máxima urgencia.
Hay quienes minimizan el efecto que provocaría la desaparición de las isapres, arguyendo que ellas podrían ser sustituidas por seguros complementarios de salud. Las falacias de esta argumentación son varias. En primer lugar, la mayoría de las personas no podría abordar los costos que implicaría cotizar un 7% de los ingresos en un sistema de salud estatal y, además, contratar un seguro complementario. Por otra parte, de los afiliados al sistema privado, más de 360 mil son de avanzada edad y no serían aceptados por ninguna aseguradora. En fin, las personas con patologías crónicas o con preexistencias, que suman más de 837 mil, verían suspendidos sus tratamientos y tampoco podrían optar a seguros adicionales. La verdad es que todas las “desprolijidades” conocidas hasta ahora serán cosas de niños de pecho comparadas con una quiebra del sistema de salud privada.