Dicen que el ministro Jackson estaría pasando por un momentum. Me imagino, con generosidad, que la palabra latina y no hispana pudiera significar algo específico en el seno de la política o de las ciencias sociales, las que a menudo reutilizan palabras tomadas de la física o de alguna otra ciencia dura. El caso es que se emplea ahora y ya antes se usó para referirse al “momento constitucional”. ¿Por qué circulan de pronto estas palabras? Es un misterio cómo llegan a la opinión pública, sobre todo a los medios de comunicación, y a través del aporte de estos términos, de acarreo aquella se configura y desconfigura.
“Momento”, en la versión de la lengua castellana, es, con todo, una de las más bellas palabras de nuestro idioma y, como usted sabrá, se refiere a cierta calidad que puede adoptar el tiempo. Como todo lo que fluye, el momento tiene una duración: acaece y después pasa. El momento no parece tener la brevedad y fugacidad del “instante” ni la mayor largueza y despreocupación del “rato”. Es usualmente breve, pero puede alargarse, estirarse para bien y para mal. Sobre todo, cuando se pasa por él, el tiempo se singulariza, adquiere una calidad especial, una propiedad que lo distingue del tiempo común y monótono.
El momento es una coyuntura, una bisagra breve, en la que alguna cosa se pierde o se aprovecha. También podría decirse que es un tiempo crítico en el cual se abre una oportunidad.
La propiedad de todo momento no parece ser cuantitativa. El momento es inextenso, no sigue la regularidad diacrónica del tiempo del reloj que corre de manera lineal y horizontal. En el momento se interrumpe ese transcurrir y el fluir del tiempo se suspende e intensifica. Un filósofo señala que entonces el tiempo no “pasa”, sino que “brota”. En el momento, a la vez, el fluir de la temporalidad se retarda y se potencia. Gastón Bachelard pensaba que la poesía se la juega en la intuición y fijación de ese tipo de transcurrir, un transcurrir que, según el pensador francés, busca armonizar una antinomia, la suma de algo luminoso y oscuro, alegre y triste.
El cine, que es puro fluir, ofrece ejemplos maravillosos de momentos, como aquel de “Luces de la ciudad” en que, al final de la película, la florista que alguna vez fue ciega y ahora es vidente reconoce, iluminada solo por el roce de las manos, en el patético mendigo al príncipe de antaño. El tacto —el tino, el dar con la palabra y la acción precisas— devuelve en un “momento” el sentido que, paradójicamente, la visión había extraviado.