Nos evitaríamos muchas frustraciones personales y colectivas si tuviéramos claro lo que razonablemente se puede esperar de las cosas. Cifrar expectativas más allá de lo que algo puede rendir produce desaliento y pesimismo cuando las esperanzas no se cumplen.
No se trata de resignarse a la medida de lo posible —esa que suelen fijar las élites de acuerdo con sus intereses— ni de caer en el empobrecedor estoicismo de renunciar a toda demanda o deseo, o, peor, de ser presa del cinismo de quienes empujan al alza sus expectativas propias y a la baja las de la mayoría. De lo que se trata es de saber cuál es la índole o naturaleza de cada cosa para, a partir de esa constatación, quedar en condiciones de calcular lo que puede dar de sí, exigiéndolo, y de establecer también aquello que no puede dar, a fin de no esperarlo.
Cambiemos “cosa” por “política”, esa vieja actividad humana que tiene que ver con el poder, con ganarlo, ejercerlo, conservarlo, incrementarlo, y recuperarlo cuando se lo hubiere perdido. Eso es lo que hacen quienes se dedican a la política, y es por tal motivo que a sus acciones no se les puede pedir la elegancia de los pasos de un ballet.
En cuanto a la democracia, se trata de una forma de hacer política y, más precisamente, de un conjunto de reglas acerca de cómo conseguir, ejercer, conservar, aumentar y recuperar el poder. Reglas que son fijadas por el derecho, partiendo por la Constitución de los Estados, rigiéndose también la política democrática por algunos estándares éticos que le son aplicables con mayor o menor éxito. La democracia entrega el poder a la mayoría, con respeto por los derechos de las minorías, y evita que los gobiernos se sustituyan unos a otros con derramamiento de sangre y con el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido. Provee paz la democracia, relativa sin duda, y de ahí el error de confrontarla con el autoritarismo en cuanto a las preferencias de las personas. Tendría que ser confrontada con la dictadura, puesto que muchos pueden entender que gobierno autoritario es solo aquel que practica mano dura con la delincuencia y no uno que pasa por encima de todas las libertades individuales. Democracia y dictadura son formas de gobierno; el autoritarismo solo un modo o estilo de gobernar.
La política, y desde luego la de carácter democrático, se hace siempre en nombre de grandes valores, ideales, declaraciones de principios y programas de interés público, lo cual está muy bien, pero nada de eso la despoja de su naturaleza de lucha por el poder. Es siempre del caso pedir más a la política, pero sin perder de vista aquello que la constituye intrínsecamente, como lo es también hacerlo con la democracia, si bien otra vez con conciencia de lo que esta es y de lo que puede y no puede esperarse de ella. Sin política sería la guerra de todos contra todos, y sin democracia el imperio de la ley del más fuerte.
Se denuncian las promesas incumplidas de la democracia, pero a veces se le atribuyen promesas que nunca ha hecho, salvo por boca de demagogos y populistas. ¿Cuánta responsabilidad tienen en esto, por ejemplo, aquellos políticos que con tal de entusiasmar a los electores llegan a decir que el papel de la democracia es hacer felices a las personas? ¿Acaso la democracia ha hecho alguna vez semejante promesa? Si los gobiernos tienen ya la muy difícil tarea de proveer bienestar, ¿cómo dejar caer sobre sus hombros la felicidad de la gente?
Y algo más: ¿cuántos de los reproches a la democracia tendrían que ser dirigidos hoy al sistema económico que la acompaña? ¿Por qué es ella la que tiene que dar la cara por los efectos perniciosos de este último? ¿Por qué un régimen político tiene que responder por un sistema económico? ¿Acaso el malestar o el sufrimiento de muchos no está causado antes por lógicas y decisiones económicas que por el régimen político imperante?