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Editorial
Miércoles 18 de enero de 2023
Distintas realidades en un mismo país
Explicaciones simplistas inhiben políticas más sofisticadas para abordar la enorme heterogeneidad que existe entre regiones.
Sorprendentemente altas son en Chile las disparidades regionales en producción per cápita. Hay regiones como las del Maule y La Araucanía que tienen un producto per cápita que bordea la mitad del promedio nacional. En contraste, Antofagasta supera en un 130 por ciento dicho promedio. Así, la producción por persona de esta última región es más de cuatro veces mayor que la de las primeras. Esto no significa necesariamente que los ingresos del trabajo de las personas o de los hogares exhiban las mismas diferencias; con todo, no dejan de ser relevantes. Ello lleva a preguntarse por qué la migración entre regiones no es más elevada de la que se observa. Los factores seguramente son diversos y uno que puede influir es el que las estructuras productivas son muy distintas entre sí y generan competencias profesionales específicas que luego no son fáciles de transferir a otros lugares del país. Y, por supuesto, en industrias como la minería o la agricultura hay migración laboral sin que ello signifique cambio de residencia.
Un estudio de académicos de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile ha estimado ahora, usando datos administrativos, que hay grados muy distintos de movilidad intergeneracional en las diferentes regiones. Así, por ejemplo, en la Región de Antofagasta, estos niveles de movilidad son superiores a los que se observan en países más desarrollados. Típicamente, esta movilidad se mide como la probabilidad de que un niño cuyos padres estaban en el quintil de menores ingresos a nivel nacional pueda pertenecer, una vez que se inserta en el mercado laboral, al quintil de mayores ingresos. Esa probabilidad, para quienes residen en esta región, es de 30 por ciento. En cambio, es de solo un 8,3 por ciento para quienes residen en La Araucanía. Por cierto, hay desigualdades de ingresos distintas en cada una de las regiones. En todas es relativamente alta, pero en Antofagasta la desigualdad medida por el coeficiente Gini está por debajo del promedio nacional, mientras que en La Araucanía está por encima.
Pero esas distintas desigualdades no están dadas, sino que son el resultado de múltiples factores y parecen estar poco determinadas por aspectos institucionales o económicos, es decir, por el modelo de desarrollo que el país se ha dado. Este es citado con frecuencia como responsable de la falta de movilidad social o de la desigualdad de ingresos, pero la heterogeneidad regional le resta protagonismo a esta explicación. Si a ello se suma el hecho de que la desigualdad de nuestro país no es tan diferente de la que se observa en países desarrollados antes de la acción redistributiva del Estado, la “culpabilidad” del modelo se acota mucho y, de hecho, es posible que se diluya completamente.
Son estas explicaciones tan simplistas las que inhiben políticas más sofisticadas que se hagan cargo de enfrentar la enorme heterogeneidad que existe en el país. Así, por ejemplo, no deja de ser sorprendente que, a pesar de las enormes diferencias en producto per cápita y en la tasa de pobreza (en Antofagasta esta ha sido típicamente un tercio de la exhibida por La Araucanía), los aportes en subsidios monetarios difieran muy marginalmente (del orden de 34 mil pesos más promedio por hogar). También hay otras dimensiones, más importantes que esta, donde las iniciativas públicas tampoco se hacen cargo de las variables realidades de las regiones. Así, se hace muy difícil que se puedan corregir las diversas desigualdades y movilidades intergeneracionales que se aprecian al recorrer el país de norte a sur. La necesidad de políticas más flexibles para enfrentar estas múltiples realidades es algo que no es comprendido cabalmente. De hecho, los avances en desconcentración del poder por medio de, entre otros ejes, la elección de gobernadores no se han hecho cargo en profundidad de estos requerimientos.