La advertencia es vieja como el hilo negro, pero todavía hace sentido: “cuidado, lo que alguna vez te celebraron por todo lo alto, puede volverse en contra tuya a la primera de cambio”. Y sin que tu perspectiva haya cambiado de manera sustancial.
Es lo que acaba de ocurrir con el cineasta Damien Chazelle y “Babylon”, su nueva cinta, descalabrada tanto en términos de crítica como de recaudación, dejando un camino imposible de remontar a un realizador que hace apenas seis años tocaba el cielo con “La La Land”. ¿Se acuerdan cómo fue que esa película casi casi ganó el Oscar, allá por 2017, hasta que los animadores abrieron y leyeron el sobre correcto? Incluso perdiendo in extremis a manos de “Moonlight”, fue evidente que Chazelle tenía por entonces el mundo a sus pies. La posibilidad de hacer lo que quisiera. Cambia, todo cambia: hoy no hay que tener mucha imaginación para figurarse al director sumido en profundas cavilaciones, pensando y repensando qué fue lo que salió mal, en circunstancias de que la respuesta está frente a sus narices.
Hollywood.
Es Hollywood quien primero lo glorificó, luego lo atropelló y después se dio a la fuga. Sin culpas.
Lo más insólito es que él mismo prefigura dicha catástrofe en su propia película: “Babylon” es la historia de un puñado de personajes que prosperan, dan la pelea y finalmente se despeñan en Los Angeles, durante el breve período de seis años (1926 a 1932) en que el revolucionario paso del cine mudo al cine sonoro alteró las coordenadas del séptimo arte de forma dramática e irreversible.
¿Idea mía o esa historia se parece, sospechosamente, a los violentos vaivenes que vienen sacudiendo a la industria desde que el streaming se impuso frente a las salas de cine, pandemia mediante? El cine mismo luce ahora empequeñecido frente a una TV que produce toneladas de material destinado a espectadores que ya no quieren sentarse junto a extraños, frente a la pantalla y en la oscuridad. Chazelle había adelantado con gran perspicacia algo de esto en “La La Land”, al sugerir que el total de la historia del cine, sus mitos, sus actores y arquetipos, estaba a punto de convertirse en un commodity, en material desechable que se reempacaría más tarde que temprano en la forma de posteos de Facebook, stories de Instagram y videos de TikTok, hasta volverse una pulpa irreconocible. Bueno, ahora le ha tocado a él y a su película, pero no sin antes aplicar una respetable dosis de pataleo y carnaval: en vez de leerse como lamento por una era perdida, el filme es un frenético y arrebatado retrato de esa caída ejecutado en clave de celebración, de bacanal. Podrán argüirse multitud de reclamos y objeciones contra la cinta: que su veracidad histórica está, por decir lo menos, comprometida; que los personajes encarnados por Margot Robbie y Brad Pitt son en realidad criaturas del siglo XXI que distan mucho de sus modelos originales (Clara Bow y John Gilbert, dos estrellas cuyas carreras acabaron con la llegada del sonoro); que el filme mismo toma prestado más de la cuenta del argumento de “Cantando bajo la lluvia”, y que su deuda con el barroco imaginario de Baz Lurhmann (“El gran Gatsby”, “Elvis”) debería ameritar, como mínimo, un agradecimiento en los créditos; pero en estos tiempos de estricta corrección público-privada y alineamiento con el discurso oficial, en estos días en que Hollywood premia el talento y la creatividad aplicando criterios de ONG, se agradece como nunca la franqueza, el humor y la venalidad con que “Babylon” enfrenta este “hundimiento”, este crack-up. El juicio a esa sensibilidad y esa forma de vida es definitivo, final. Solo resta brindar hasta vaciar las botellas.