En el debate que se generó durante el proceso de elección del nuevo fiscal nacional, varios senadores indagaron en las condiciones morales de los diferentes candidatos al cargo, esto es, su predisposición a hacer lo que es correcto y justo. Esas indagaciones parecen adecuadas en el marco del proceso de selección de un funcionario público del cual deberíamos esperar un estándar de comportamiento no solo normal, sino particularmente alto.
El problema que surgió, sin embargo, es si para determinar las condiciones morales de un abogado es relevante o no considerar el tipo de personas que ha defendido y los casos que ha llevado en el libre ejercicio de su profesión. Las preguntas que varios senadores formularon durante el proceso parecían asumir que el hecho de haber aceptado la defensa de una determinada persona o caso implicaba una identificación del abogado con el disvalor envuelto en la conducta que se había atribuido a su cliente.
Los abogados estamos acostumbrados a recibir este tipo de cuestionamientos de personas que parecen no entender el rol que cumplimos. Así las cosas, la cuestión se ha convertido en una piedra angular de la ética profesional del defensor penal y en su respuesta se juega nuestra comprensión del rol que cumple y la función que ejerce el abogado. En un libro publicado en el año 2013, bajo el título “How can you represent those people” (“¿Cómo puedes tú representar a esa gente?”), quince abogados que ejercen muy distintos roles ensayan sus propias respuestas a esta pregunta que todavía parece habitar, como reproche, en la mente de muchas personas.
La respuesta que la profesión de abogados salió a dar durante este debate fue la respuesta institucional: defender a una persona está bien porque todo individuo tiene derecho a defensa. Esa respuesta es correcta, pero no alcanza a explicar el punto en toda su dimensión porque, si los abogados de libre ejercicio tienen libertad para aceptar o rechazar asuntos, podría argumentarse que la decisión de aceptar o no a un cliente es una decisión moral y, como tal, tendría una carga de justificación pública.
La razón por la cual es correcto defender a cualquier persona y por cualquier tipo de delito es porque en el ejercicio del rol institucional hay valores envueltos. Los abogados somos profesionales y, como tales, hacemos algo que es común a todas las profesiones, que consiste en ayudar a la gente proporcionándole un servicio que necesita y que no puede procurarse por sí misma. Es nuestra ética profesional, y no nuestra ética personal, la que está en juego cuando hacemos lo que la profesión demanda. Así como sería absurdo cuestionar a un médico por salvar la vida de un delincuente, resulta absurdo cuestionar a un abogado por defenderlo.
La identificación que la profesión nos impone a los abogados, a través de la defensa de nuestros clientes, no es con las conductas de las cuales se los acusa, sino con los valores de la justicia. Y el aporte que los abogados hacemos a ella es presentar, desde la posición parcial del cliente, la mejor versión posible de su caso, para que sea el juez o jueza quien pondere si este merece o no una sanción y en qué medida la merece. Los abogados a veces defendemos inocentes, pero, también, a culpables, que tienen derecho a ser tratados justamente y sin desproporción. En la defensa de un cliente determinado los abogados velamos por que el Estado se comporte seria y lealmente, por que no se fabriquen pruebas, por que se respeten los derechos fundamentales de las personas.
Lo que debería, entonces, servir de base para elaborar juicios morales sobre los abogados no es si han aceptado la defensa de un determinado caso o cliente, sino si han representado sus intereses y derechos de un modo leal, honesto y consistente con su rol y con los valores de la profesión y de la justicia.
Dicho de otro modo, los abogados no deberíamos ser llamados a rendir cuenta de nuestra decisión de representar a un cliente, sino de nuestra propia conducta a partir del momento en que aceptamos asumir su defensa.
Julián López Masle
Abogado