Es un axioma evidente que los seres humanos tienden a preferir el orden y la seguridad por sobre la libertad, y prefieren vivir bajo gobiernos autoritarios antes que en una situación de anarquía. Ello, porque las dictaduras usualmente afectan a minorías opositoras activas, mientras las consecuencias de la anarquía repercuten sobre la totalidad de la población y en forma permanente; además, es necesario constatar que la libertad muy rara vez ha sido el grito de las multitudes, y su defensa ha estado casi siempre en manos de unas pequeñas minorías que han mantenido su llama viva. La historia nos demuestra que los períodos de convulsión social tras los procesos revolucionarios terminan, casi inevitablemente, en tiranías: tras la revolución francesa, con Napoleón; tras la bolchevique con Stalin, con Mao en China o en Cuba Fidel.
Nuestro país, a pesar de los tiempos profundamente sacudidos que vivimos entre octubre de 2019 y el 4 de septiembre de 2022, está muy lejos de vivir una situación de anarquía: aún tenemos instituciones propias de la democracia representativa que funcionan y frente a los acontecimientos tumultuosos hemos podido resolver, por medio de instrumentos democráticos, nuestros profundos desacuerdos respecto del país en el cual deseamos vivir. El Congreso, por su parte, ha retomado sus funciones esenciales promoviendo un acuerdo constitucional razonable y la Corte Suprema ha dejado claro que no está dispuesta a que las atribuciones que la Constitución le garantiza exclusivamente al Poder Judicial sean atropelladas por el Ejecutivo.
Sin embargo, también ha habido señales muy inquietantes en nuestro devenir reciente. La Constitución vigente fue reiteradamente violentada en el Congreso (y no solo por la izquierda), por ejemplo, con la apropiación de la facultad privativa del Presidente de la República en materias de gasto público. Peor aún, un sector muy significativo de la clase política aplaudió o fue cómplice de la legitimación de la violencia como instrumento de solución de controversias.
La reciente encuesta CEP confirma esta ambivalencia. Por una parte, hay señales alentadoras de apoyo a creencias y conductas esenciales para la convivencia democrática. En efecto, dicho estudio muestra una revalorización de todos los organismos encargados de mantener la ley y el orden, como la PDI, Carabineros y las Fuerzas Armadas; un repudio creciente al uso de diversas formas de violencia como modo de protesta. Un 72% se muestra favorable al libre comercio, una mayoría apoya la administración mixta de los fondos de pensiones y es contraria al monopolio estatal en temas de salud, y considera que la responsabilidad por el sustento económico radica más en las personas que en el Estado; hace una evaluación negativa respecto al gobierno actual, predominantemente de izquierda radical; evalúa muy mal al Presidente y a otras figuras del Frente Amplio; y refleja mejor percepción de las figuras moderadas que de quienes han sido más extremos en sus actos e ideas.
Sin embargo, también hay señales que deben ser motivo de preocupación y alarma en un mundo donde partidarios de Trump intentan una toma del Capitolio y seguidores de Bolsonaro atentan violentamente contra los poderes del Estado. Así, solo el 12% estima que nuestra democracia funciona bien, menos del 50% considera que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”, un número creciente parece dispuesto a aceptar gobiernos autoritarios y los organismos fundamentales de la democracia representativa, como el Congreso y los partidos políticos, sufren de un desprestigio que el tiempo solo parece agravar. El único resguardo posible frente a este incipiente pero real peligro es reforzar, en los hechos y no solo en la retórica, el imperio de la ley y del Estado de Derecho.