La prudencia es un bien escaso. Por eso las instituciones de la democracia liberal ofrecen un marco para el ejercicio del poder, que pone a la ciudadanía a salvo de los desatinos o arbitrariedades de sus propios gobernantes. O, dicho de otro modo, esas instituciones obligan a los gobernantes, hasta donde es posible, a comportarse prudentemente.
Hay ocasiones, sin embargo, en que las autoridades quedan completamente libradas a su propio juicio. Entonces quedan, ante los ojos de la ciudadanía, expuestas, desnudas, por lo que al ejercicio de ese buen o mal juicio se refiere. El Presidente Boric acaba de exponerse de ese modo ante la ciudadanía con los indultos que ha concedido.
Es cierto que esta no es la primera vez que el Presidente hace gala de la más torpe imprudencia: el vergonzoso episodio de la polera con la cara de Jaime Guzmán, la reunión con Palma Salamanca en París, la interpelación a los militares en Plaza Italia o su lisonjero reconocimiento hecho al FPMR (expresamente extensivo a “Ramiro”), son ejemplos de ello. La diferencia estriba, claro está, en que cuando esos episodios tuvieron lugar, Gabriel Boric no era Presidente de Chile. Por eso, aunque dañinos, no tenían la gravedad del actual.
No puede descartarse que el Presidente o sus colaboradores más cercanos no vean la diferencia que el cargo mismo de la presidencia comporta para la evaluación de sus decisiones, incluida la decisión de indultar. Durante demasiado tiempo han confundido —o, peor, identificado— la política con la agitación callejera, el alboroto y la confrontación facciosa. Por mucho tiempo han tratado a las instituciones democráticas como un estorbo para la consecución de sus propios fines.
Se dice, con razón, que la prudencia requiere de experiencia de que la juventud casi siempre carece. A ello hay que añadir todavía que el tipo y la naturaleza de las experiencias vividas resultan decisivas para la madurez del propio juicio: si las experiencias de alguien se reducen al activismo recién señalado, entonces muy difícilmente apreciará la moderación o será capaz de ella. A todo eso hay que sumar aún el efecto que tienen las ideas por las que alguien se orienta: si tengo simpatías por movimientos terroristas (cosa que, a menos que sea miembro del movimiento, y considerando el carácter azaroso que los atentados tienen desde el punto de vista de la ciudadanía, es una completa estupidez); o si mis ideas subordinan el valor de la legalidad democrática a la victoria de tal o cual revolución, se vuelve más improbable que tome decisiones sensatas.
Las instituciones pueden contener el daño de un mal gobierno, pero no pueden evitarlo del todo. En algún momento alguien tiene que tomar buenas decisiones, pues las instituciones también se desgastan. Esperemos que ese momento llegue, y pronto. La ciudadanía lo necesita, urgentemente.
Felipe Schwember