Acabo de enterarme de la muerte de Cristián Bobin, un escritor francés cuyos pequeños libros son como flores silvestres, lirios de los campos en medio de los jardines versallescos de la literatura francesa. La primera vez que alguien me regaló uno de esos libros-lirios fue una profesora francesa de paso por Chile. Al despedirse y volver a su país, me entregó un librito de Bobin de una edición de bolsillo con el título “Le trés-bas”, “El muy bajo”. La dedicatoria de Delphine (así se llamaba la colega de la que nunca supe más nada) la vuelvo a leer décadas después: “para Cristián, en la escucha del humilde silencio de muy abajo”.
Confieso que ese puñado de pocas páginas que al comienzo desdeñé (“el muy bajo”) permaneció muchos años escondido entre mis rumas de libros, en esa larga lista de espera donde están los textos esenciales y humildes que sin impaciencia nos aguardan. Cuando años después abrí la primera página, sentí que entraba una racha de luz, una bocanada de aire puro que me hacía respirar de nuevo en medio de la claustrofobia adictiva de mi biblioteca. Cuando uno lee a este escritor de Le Creusot, uno recibe en plena cara “la luz del mundo” (“La lumiére du monde”, qué bello suena en francés), y se siente arrebatado por la presencia pura. No es deslumbramiento, no. Es como la alegría secreta que sentimos cuando nos entibia la luz de invierno, o como cuando un niño entra en nuestra pieza en la que estamos ocupados en una labor muy seria, y su sonrisa o su risa nos desarma, y nos deja al descampado ante el milagro y la belleza con minúscula (que son, finalmente, el Gran Milagro y la Gran Belleza). Ante ello, no nos queda más que desarmarnos.
Es “como volver a los 17 después de vivir un siglo”, diría nuestra Violeta Parra. Pero con Bobin volvemos mucho antes: a los 7 u 8 años, cuando los pájaros, los jardines, los árboles eran nuestros maestros y nuestros alfabetos, antes de que poblaran nuestra mente de palabras abstractas y sin vida. “Escribo con la esperanza de descubrir algunas frases, apenas algunas frases, solamente frases que sean tan claras y honestas para brillar tanto como una pequeña hoja de árbol barnizada por la luz y cepillada por el viento”, escribe Bobin. La honestidad y la bondad parecen ser premisas de su poética. La transparencia. Suena ingenuo, naíf, pero es en realidad genuino. El suyo era trabajo muy arduo, de joyero o anacoreta, en la soledad de su domicilio en Le Creusot, para acercarse a los pequeños milagros cotidianos con delicadeza y cuidado. Y esa era tal vez una forma de resistencia ante la excesiva intelectualización del mundo. Decía: “por mi lado, no me gusta que me expliquen tanto: prefiero escuchar con mis ojos. Yo creo que detesto el buen gusto, los intelectuales chics, refinados. Lo que yo espero de una conversación es, sobre todo, aire”.
Leer a Bobin es volver a respirar aire puro por debajo de las palabras. Cuando estoy atrapado en el activismo, en la hipercomunicación, él me recuerda que lo único que merece nuestra atención y entrega es esta pequeña, frágil y misteriosa vida que nos fue dada. Para escribir así, hay que estar en estado de gracia, y de espera. No precipitarse a poseer el mundo, sino acogerlo como un niño recibe la lluvia con los brazos abiertos. Ser servidores de las cosas y seres, no dueños de nada. Con él nos damos cuenta de que lo más urgente es encontrar las palabras, los nombres propios de las cosas y seres que amamos. Parece fácil, pero afirma Bobin: “Es triste ignorar el nombre de lo que amamos. Cuando uno lo conoce, el nombre viene a posarse delicadamente en nuestro espíritu como un pájaro en nuestra mano”. Eso es lo que sentimos cuando leemos a Bobin: de pronto se abre la ventana, entra un pájaro y se posa en nuestra mano. Ahora mismo escucho el canto de un zorzal escondido entre las ramas. Bobin debe haberse ido volando, detrás de más aire y más luz. Su voz nos seguirá consolando en este mundo más lleno de pesantez que de gracia.