El acuerdo político del 12 de diciembre, ahora en vías de implementación, fue resultado de una transacción, es decir, de un proceso de confrontación de pareceres, y sobre todo de intereses, que llevó a los actores involucrados a ceder desde sus posiciones originarias, sin que ninguno de ellos viera estas reflejadas íntegramente en el texto final.
Una sociedad democrática y abierta es un avispero de múltiples y contradictorias creencias, ideas, maneras de pensar, modos de vida, preferencias, e intereses. Una diversidad que es preciso celebrar, puesto que nadie querría vivir en la homogeneidad. Dicho lo cual, habría que señalar que los desacuerdos en cada uno de tales aspectos se procesan y resuelven de distintas maneras.
Un desacuerdo de creencias (uno cree en Dios y otro niega su existencia) se procesa mediante el diálogo, pero sin que se espere un acuerdo final entre aquellos que discrepan. Estos, llegado un momento, interrumpen la conversación y consienten en tolerar sus respectivas creencias, renunciando al uso de la fuerza para imponer las propias.
Los desacuerdos de ideas (a favor o en contra del retiro de fondos previsionales) se procesan por el diálogo y el debate racional de puntos de vista que se enfrentan, existiendo la posibilidad de que uno de los actores convenza al otro. En caso contrario, como en el de un parlamento que tiene que tomar alguna decisión, se recurre a una votación en que se aplica la regla de la mayoría. La democracia no se avergüenza de este tipo de desacuerdos y, cuando el acuerdo se vuelve imposible, echa mano de la regla antes mencionada. En tal sentido, la democracia, lejos de sentirse amenazada por los desacuerdos, cuenta con que estos se producirán y establece reglas y procedimientos para que la decisión que debe adoptarse no quede paralizada.
Los desacuerdos de intereses (cuánto dinero público para las universidades estatales y cuánto para las que no lo son) se procesan también mediante la conversación y, en caso de no producirse acuerdo, se promueve alguna suerte de transacción entre las partes interesadas. Tanto para mí, tanto para ti, y los actores se retiran cada uno a su rincón habiendo conseguido parte y no todo de lo que pretendían.
No es lo mismo procesar desacuerdos de creencias, ideas o intereses, ni es tampoco igual lo que puede esperarse en cada uno de esos casos.
Las cosas se enredan cuando los desacuerdos de intereses —tan legítimos como numerosos, hasta el punto de que son los que mayormente dividen a las personas y los grupos— son presentados como desacuerdos de creencias o de ideas. La palabra “intereses”, no obstante la legitimidad de estos, tiene mala prensa, puesto que se la relaciona con el egoísmo posesivo presente en toda la historia de la humanidad. Peor aun cuando los desacuerdos de intereses son presentados como discrepancias de valores, dándoles así un toque de intangibilidad metafísica que no tienen ni por asomo.
Lo admitamos o no, recurramos o no al ardid de presentar desacuerdos de intereses como si lo fueran de intransables creencias o valores, lo cierto es que se trata de los más frecuentes y duros de resolver, y, cuando los intereses son solo de personas o grupos determinados, no está bien caer en la demagogia de presentarlos como si lo fueran del país. Cada cual tiene derecho a defender sus intereses, pero no a cubrirse para ello con el pabellón patrio, que es lo que hacen los gremios cuando defienden los intereses de sus asociados. ¿Por qué la actual polarización del país se nota más en las élites? Porque ellas tienen más intereses que defender.
Camino a una sesión del Consejo de Rectores, allá por los 90, el exrector de una universidad no estatal me dijo que asistía a esas largas reuniones solo para que a su institución no le quitaran un peso de los recursos públicos que recibía.
Agradecí su franqueza.