El presidente Boric cometió un severo error cuando intentó explicar los fundamentos de la decisión de indultar a Jorge Mateluna. Entonces esgrimió en favor de su decisión la opinión de juristas que, al analizar con seriedad el caso —esa fue la expresión que usó—, habrían concluido que había en él irregularidades.
Como la situación de Mateluna era el resultado de un largo proceso judicial (que incluyó un recurso de revisión, una medida del todo excepcional) las palabras del Presidente equivalían a decir que la Corte Suprema no habría obrado con seriedad o habría consentido irregularidades o no las habría advertido.
Y que el indulto suyo habría venido entonces a enmendar o corregir esa irregularidad.
Se trata de un severo error.
Porque esas palabras sugieren que el Presidente Gabriel Boric no comprende las características del sistema legal que está llamado a custodiar.
El Presidente carece de facultades para corregir lo que, en opinión suya, son irregularidades en un proceso judicial (aunque, como ocurre en este caso, esa opinión cuente con el respaldo de juristas de indudable prestigio) y ello porque, por definición, son los jueces quienes tienen la última palabra a la hora de decir qué es jurídicamente correcto y qué no.
Ese es el principio básico del Estado de Derecho.
Los litigantes o los juristas que participaron del caso pueden sostener que los jueces se equivocaron y otros observadores pueden coincidir con ellos (para eso están las revistas de derecho y el foro público); pero el Presidente de la República no puede sostenerlo puesto que a él le corresponde custodiar los principios sobre los que descansa el derecho, el principal de los cuales es que los jueces —y no él— son quienes tienen la última palabra a la hora de decir qué es jurídicamente correcto y qué no. Este principio no significa atribuir a los jueces una virtud epistémica (una especial capacidad para decidir correctamente) sino que significa aceptar que son ellos quienes deciden, en última instancia, los asuntos controvertidos que se entregan a su conocimiento. Y es que, bien mirado, el carácter institucional de lo que llamamos derecho depende, en buena medida, de la existencia de órganos encargados de decidir de manera independiente y definitiva cuándo un caso cae bajo una regla y cuándo se aparta de ella. Una sociedad podría contar con poder legislativo y ejecutivo; pero si no cuenta con jueces independientes es muy difícil pretender que siquiera se asemeje a lo que llamamos derecho. Imagine usted una sociedad con Congreso y Presidencia de la República; pero sin jueces y verá que allí el derecho en rigor no existiría.
Ese principio —el principio de que los jueces tienen la última palabra al decir qué es jurídicamente correcto y qué no— es el que el Presidente pareció desconocer al explicar el indulto que decidió.
Es probable que el Presidente haya dicho eso (que motivó un reproche del pleno de la Corte Suprema) sin advertir que al decirlo estaba contrariando lo que, por mandato constitucional, debía tutelar; pero si así fuera, si el Presidente hubiera dicho lo que dijo sin conciencia de lo que decía, sin darse cuenta de ello, por mero descuido, o dejándose llevar por el afán de hacer frases, el asunto sería aún peor. El Presidente no es un observador o crítico de las decisiones judiciales, o un comentarista de ellas, o un corrector de lo que le parezcan errores, sino un custodio de la facultad autónoma que poseen los jueces a la hora de adoptarlas.
El error del Presidente no radicó pues en la decisión de indultar (la facultad que tenía para hacerlo es indudable) sino en las razones que esgrimió para hacerlo.
Carlos Peña