He sido funado en las redes sociales y también en la calle. Nunca había sido funado en mi domicilio. Es otra cosa: cuando una horda o manada de vociferantes (“infame turba de nocturnas aves”, diría Góngora) cruza ese límite, cuando los bárbaros llegan a nuestra puerta, algo muy profundo de nuestro ser se siente violado. Recuerdo unas bellas reflexiones del filósofo chileno Humberto Giannini sobre el domicilio. En ese notable ensayo suyo, “La reflexión cotidiana”, Giannini afirma que la vida cotidiana es reflexión, porque vuelve habitualmente sobre sí misma. Siempre, todos los días, hay un viaje de ida y vuelta de la calle al domicilio. Uno, en ese regreso, vuelve a uno mismo, porque el domicilio no es solo una casa o un patio: el domicilio que habitamos es un estado de alma. Dice Giannini: “Hemos señalado que el domicilio es un símbolo de un regreso ad uterum, a una mismidad protegida del trámite y la feria (...) Aquí en el domicilio parece ocurrir una suerte de reencuentro con uno mismo”.
Sí, el domicilio es mucho más que un montón de paredes o de objetos que lo pueblan. Cada uno de esos objetos y paredes está cargado de presencias. Las casas hablan, a veces lloran, otras ríen. Y tienen un silencio propio. Como en la novela del argentino Manuel Mujica Laínez, “La casa”. En esa novela escuchamos el largo monólogo de una vieja casa que habla y cuenta su historia, justo antes que la demuelan. ¡Cuánta vida y cuánta muerte en cada casa! Desde entonces, converso con las casas. Y, sobre todo, con nuestra casa. Qué diría nuestra casa hoy —después de la funa de hace días— si pudiera hablar. Tal vez esto: “y en la noche los demonios llegaron y gritaron el nombre de mi morador, pero yo estaba sola y los gritos de odio herían mis paredes, y el fantasma de un niño, mi guardián, también lloraba de miedo. ¿Quiénes son? ¿Podrán entrar? ¿Dónde están todos? ¿Me dejaron sola? ¿Qué está sucediendo?”. Así podría hablar mi casa. ¿Pero qué responderle? ¿Cómo explicarle el odio que envenena y enferma día a día la ciudad?
Mi casa es delicada, sensible, como una niña vieja, una Ley Pereira de un Chile más austero, en que muchos hermanos dormían en la misma pieza, y hay una mesa de comedor hecha a mano donde todos caben justo, y el noble parqué gastado por tantas pisadas. Los niños entrando y saliendo de la casa, sin miedo, a la plaza: porque aquí no hay grandes rejas, ni alarmas ni cámaras de seguridad entre el adentro (lo privado, el domicilio) y el afuera (lo público, la plaza). Pero ahora que los bárbaros llegaron, ¿habrá que levantar rejas? Eso sería matar lo que somos y hemos sido. El miedo convierte a las casas en fortalezas. Y los barrios amigables en antibarrios. Cuántas casas enrejadas, convertidas en prisiones hoy, en las poblaciones, cuántos prisioneros de las casas en vez de habitantes o moradores. Cuánto miedo que crece y se propaga. Y hay tanto amor en nuestra casa, casa de puertas abiertas para el que quiere llegar. ¿Si juntamos todo el amor de las casas, los barrios, podremos derrotar juntos el pestilente miedo, ese que se pega a la piel y nos envenena?
No he regresado a mi casa desde que esta fue “funada”. Temo escuchar su llanto y que me recrimine porque la dejamos sola. Casa querida: siempre te llevamos con nosotros, tú eres nuestra historia, tú eres nuestro hogar, en cada mueble gastado y viejo habita un “lar”, un espíritu protector. Cuando pongo el oído en tus muros, escucho nuestras voces, más jóvenes, y las de nuestros niños (ya adolescentes), como si la infancia estuviera guardada todavía ahí, como si hubiera una puerta secreta (como en “Las crónicas de Narnia”) que comunicara este presente con nuestro pasado. Tú eres nuestra historia. Nuestra memoria con ventanas y puertas. Que no te digan “casa funada” o “casa tomada” (como ese cuento de Cortázar). No. Tú eres y serás siempre —aunque las turbas quieran insultarte, degradarte y marcarte— un estado del alma. Casa con alma, fortaleza inexpugnable contra los desalmados.