Las palabras de los países latinoamericanos (México, Colombia, Argentina, Bolivia) que firmaron una declaración en apoyo del destituido presidente del Perú, Pedro Castillo (y nada sobre la expresidenta de Bolivia, Jeanine Áñez, encarcelada por años, a raíz de un golpe iniciado por Evo), pertenecen a los populismos de nuestra izquierda radical de la región. Al menos dos de ellos son democracias de movilización y confrontación que, no siendo y no estando en camino a una simple dictadura (por algo no podían firmar Cuba, Venezuela y Nicaragua), socavan sistemáticamente el espíritu del Estado de derecho, y carecen en su voluntad del aire liberal indispensable a todo sistema democrático, sea este de izquierda o derecha. Su mensaje, consciente o no, es ¡olvídense de la democracia! Se escudan en que se trata de una democracia oligárquica, mientras que ellos representarían genuinamente a los pueblos y sus verdaderos intereses, monserga que tiene más de 100 años. Hay que reconocer que el gobierno chileno se restó de sumarse a este discurso, lo que conociendo el origen político en el 2011 y, en parte, el 2019, no le debe haber sido fácil, y explica alguna contradicción menor.
No es para negar que a veces otro sector ha hecho lo mismo. Es a lo que se refería el canciller Carlos Martínez Sotomayor en 1962, cuando la administración Alessandri se oponía a expulsar a Cuba de la OEA —por cierta consecuencia diplomática y por política interna—, aludiendo a que Washington se apoyaba casi exclusivamente en dictaduras para castigar a otra dictadura. Los golpes siempre los cometen los otros. Toda esa escena también reflejaba la eterna crisis republicana en nuestra América, todavía viva sin señales de amainar 60 años después.
En el caso que nos ocupa, los cuatro países se saltaron olímpicamente el intento de autogolpe de Castillo, que por más patético y desesperado que haya sido, eso fue, un golpe de Estado, aunque haya resultado fallido. Otra cosa es que tener siete presidentes en seis años, y vivir destituyéndolos, junto con experimentar el mismo proceso de disolución o fragmentación interminable de agrupaciones políticas tradicionales, erosiona la democracia y es aderezo para el renovado caudillismo o caciquismo de la política latinoamericana. Un país así comete suicidio institucional.
A propósito de esto último, la declaración de los cuatro países a todas luces fue pergeñada por el México de AMLO, aunque con raíces en actitudes recurrentes del México posrevolucionario y su doble discurso. Truena contra la hegemonía y el imperialismo esgrimiendo la Doctrina Estrada, la no intervención, practicando todo lo contrario, es decir, interviniendo; como no puede hacer nada significativo con EE.UU., transfiere su ímpetu sobre la región y América del Sur, en lo que en otra época se llamó “subimperialismo”. Ahora escogió a Perú. A propósito, AMLO y Trump —otra recurrencia— se parecen bastante y se entendieron bien, en actitud de populismo barato. Son legítimas las elecciones que ganan; si las pierden, se las robaron. Ahí se resume la tragedia latinoamericana que políticos de Washington quieren importar a su sistema.
En este año que termina, en Chile tuvimos una pequeña dosis de esta medicina subimperialista, cuando el canciller Marcelo Ebrard, en flagrante descortesía intencional, visitó al Presidente electo Gabriel Boric sin pasar —o explicar públicamente— por nuestra Cancillería ni reconocer a nuestro gobierno una impecable observancia electoral.
Si el Perú no se estabiliza, será la hora de los Chávez, los AMLO, los Bolsonaro y los Evo. En ese caso, no se crea que aquí nos libraremos tan fácilmente.