Quizá parte de la crisis por la que pasa el cine industrial tiene que ver con la crisis de la comedia. Como que ya no existe. Es casi un género en extinción. El cine se ha tornado muy serio últimamente. En las películas de cómics, que suelen tener algo, un poco de humor, el mundo siempre está al borde del apocalipsis, de modo que al final todo se transforma en asunto de vida o muerte. En el cine de festival prima la denuncia social, la angustia existencial, la crítica a la sociedad burguesa. La comedia es de mal gusto.
Se podrá argüir que el mundo mismo está en crisis y las cosas no están para la chacota. Calentamiento global, pandemia, inflación, guerra en Ucrania, incendios, populismos a la vuelta de la esquina, dictaduras inquebrantables. ¿Cómo puede escribirse comedia en un mundo así? ¿Cómo se puede ignorar los enormes dolores de la sociedad contemporánea?
No hace tanto tiempo atrás el mundo estaba en una crisis mayor. Alemania, liderada por un político fiero, hermético y fascista, invadía Polonia con el acuerdo de la dictadura que gobernaba Rusia. Europa, que había firmado la paz de la guerra más feroz de su historia hace apenas dos décadas, comenzaba una nueva guerra. El imperio japonés controlaba Manchuria hacía ocho años y estaba involucrado en una segunda guerra con China. Italia había invadido Etiopía. El mundo, literalmente, ardía y, sin embargo, Jean Renoir, francés, estrenaba en 1939 “Las reglas del juego”. En 1940, Chaplin, que era inglés, estrenaba “El gran dictador”, donde se reía de Hitler, obviamente. Y en 1942, Lubitsch, que nació en Alemania, pero que para 1933 ya era estadounidense, estrenaba “Ser o no ser”, donde se ríe de los nazis, pero también de los polacos y del mundo del teatro. “Ser o no ser”, de hecho, comienza con un Hitler paseando tranquilamente por Varsovia, claro que no es Hitler-Hitler, y termina con Hitler aterrizando en paracaídas en la mitad del campo inglés, bajo la mirada atónita de un par de campesinos, aunque, de nuevo, tampoco es Hitler-Hitler. Mil cosas suceden entre ambos puntos, con una rapidez, fluidez e inteligencia que ponen a la cinta entre lo mejor que nunca se ha filmado. Lubitsch fue criticado por humanizar a los nazis —ya que hay algunos oficiales de la Gestapo algo bonachones—, pero de otra manera “Ser o no ser” no hubiera funcionado como lo hace.
En fin.
Toda generación tiende a creer que nunca ha habido peor crisis que la que a ella le ha tocado vivir. Pero la comedia ha funcionado desde el inicio de los tiempos. La debilidad actual de la comedia cinematográfica pasa por otras causas: por el escaso y poco atendido cine que crece entre el blockbusters y la película de festival; por la forma absoluta y sin matices con que se está entendiendo la corrección política, que limita enormemente de qué nos podemos reír sin convertirnos en sujetos de escarmiento; por la autoridad moral, o mejor dicho, la santidad moral que ha tomado todo orden de causas, lo que censura los temas que pueden abordarse, así como la mordacidad que se puede aplicar. En otras palabras, el clima cultural parece ser el auténtico culpable de la crisis de la comedia. Hoy, Lubitsch no se hubiera atrevido como se atrevió. Howard Hawks quizá tampoco. La prueba está en que Noah Baumbach, Wes Anderson, Joe Swanberg, Andrew Bujalski, los hermanos Duplass o Ben Stiller, nombres que se habían inscrito abiertamente en la comedia diez años atrás, la han ido dejando por otros caminos. Judd Apatow aún insiste, y Richard Linklater nunca dejará de hacer lo que hace, que no es derechamente comedia, pero que siempre tiene algo, o mucho, de humor.
Es de esperar que esta ola cultural no dure mucho. El destino del cine parece amarrado a la comedia. Sobre sus hombros el cine ha construido buena parte de su popularidad y el cariño que ha generado en los espectadores durante sus casi 130 años de vida.
Si el cine no entrega risas, malentendidos, enredos, comentarios mordaces y observaciones lúcidas sobre el amor, la amistad, y todo eso que nos hace humanos, los terminaremos buscando en otra parte.