El balance de fin de año es, en esta oportunidad, especialmente importante. No solo termina un año de gran vértigo —hace solo cuatro meses el país caminaba al borde del abismo—, sino que junto con él termina un período iniciado en octubre de 2019 donde todo estuvo en cuestionamiento. Por cierto, hay asuntos que comenzaron antes de 2019, y muchos otros que todavía están pendientes, pero nadie podría negar que con el cierre de 2022 se acaba una etapa. ¿Qué balance podemos hacer de ella?
Es muy difícil llegar a una conclusión positiva. Es que una mirada a los fríos números da cuenta del inmenso deterioro económico en este período. Como el covid enredó todo, un análisis de las tendencias de mediano plazo permite un juicio más objetivo. En junio de 2019 —justo antes del estallido social—, el Banco Central publicó su estimación de crecimiento de mediano plazo de la economía chilena, llegando a una cifra de 3,5%. Poco más de tres años después, el mismo Banco Central acaba de estimar la capacidad de crecimiento en 2,2%. Así, desde octubre de 2019, el potencial de la economía ha caído un 40%.
¿Cuán dramático es esto? Usando estimaciones de crecimiento poblacional del INE, estos números indican que el ingreso per cápita en Chile crecería aproximadamente 1,7% por año hasta 2040. Esto es casi igual a lo que se espera para las 38 economías de la OCDE en ese período, con una pequeña gran salvedad: estos países son, en promedio, el doble de ricos que Chile. Equipararnos al promedio de la OCDE —sueño de tantos por tanto tiempo— es en este caso una muy mala noticia. Tomando la distribución de crecimiento esperado para los países del selecto grupo con sede en París, Chile debiera estar creciendo casi un punto más por año.
La diferencia entre el crecimiento que “nos corresponde” y el que efectivamente tenemos coincide casi íntegramente con lo sucedido desde fines de 2019. Siempre es difícil identificar elementos específicos para descomponer estos números, pero la historia se cuenta casi sola. El daño institucional ha sido evidente, y las malas ideas —aquellas de reniegan de los incentivos y ponen las fichas del desarrollo en la acción del Estado— siguen vivas. Quizá la mayor señal de ello sea la silenciosa pero masiva salida de capitales que hemos presenciado estos años.
Pero no todo es negativo. El fin de esta etapa no es simplemente el resultado del azar, sino de una voz fuerte y clara del Chile profundo, sensato y trabajador. Es una gran noticia, que junto con alimentar la esperanza exige respuestas. Un ordenamiento institucional equilibrado y un plan para apoyar la inversión privada —destrabando la maraña de regulaciones que la frenan— son un buen punto de partida.