La nueva convención (llamada Consejo Constitucional) pareciera concebida como un grupo de aficionados poco razonables que requieren asistencia e iluminación de los sabiondos.
Se señala que un experto es una persona de “indiscutible trayectoria profesional, técnica o académica”, pero dado que el carácter de indiscutible no es autoevidente, será determinado por el órgano elector, es decir, por el Senado y la Cámara de Diputados. Parafraseando al Humpty Dumpty de Lewis Carroll, es experto quien yo determine que es experto. Lo que se asegura así es la reproducción del balance de fuerzas políticas ya existentes en el órgano elector.
Cabe preguntarse, con todo, por el origen de la autoridad de los expertos “indiscutidos” —su supuesta alta sabiduría— comparada con la de las personas que no lo son o lo son menos, pero que habrán sido electas según la soberanía popular. Es un tema que lleva más de 2.000 años de discusión. Para algunos, las leyes deben ser redactadas por los que saben y, para otros, cualquier ciudadano está suficientemente capacitado para concurrir a la formación de una ley, porque el saber necesario está distribuido de modo parejo.
La decisión de establecer una cámara de expertos, de ciertas “bases” mínimas y de un comité de peritos revela la magnitud de la desconfianza que dejó el frustrado proceso constitucional y también de la ingenua confianza en los sabiondos. Quizás, en cambio, cabe cautela ante los expertos y sobre todo ante los expertos en constituciones, una suerte de arrogantes sacerdotes del derecho. No estoy seguro si el rechazo a la propuesta constitucional anterior tenga alguna relación con la falta de suficientes expertos o, al revés, por el exceso de ellos. Hoy más que nunca sobran los expertos y escasean los generalistas. Para cualquier asunto, la división del conocimiento y de la práctica contemporáneos ha generado un expertizaje cada vez más diminuto que se aleja del punto de vista general. Me pregunto si los expertos están libres de acordar, pues, estupideces mientras los “aficionados” electos por elección popular estarán siempre destinados a naufragar en medio de necedades. Pareciera, con error, que la autoridad de los expertos no puede ser puesta en cuestión por los no expertos o expertos de menor categoría. ¿Nos enfrentaremos a un desigual y tenso ir y venir entre expertos con una legitimidad democrática endeble y los aficionados o semiexpertos con una legitimidad democrática plena? ¿Parece resucitarse, así, solapadamente el viejo dilema entre aristocracia y democracia? ¿Cómo se logrará decir la palabra sabia de la ley? La dicotomía en que se basa el acuerdo es falsa, pues la razón y la sinrazón se hallan distribuidas por igual entre unos y otros, y la cuestión será, finalmente, un asunto más de poder que de conocimiento.