A partir de una edad muy temprana la fiesta del 31 de diciembre dejó de interesarme. Creo que fue su gregarismo lo que restó ganas de exponerme al cotillón y a los indiscriminados abrazos. “¡Fome!”, acusaban mis amigos, porque todo lo más que hacía era echarle un vistazo a los fuegos artificiales de la bahía de Valparaíso, muchas veces solo por TV, dando por terminada la noche nunca más allá de las 12:30 am. También resultaba complicado sumarse a bailes para los cuales no tenía la más mínima condición. Obligado alguna vez a una cumbia, la bailaba moviendo exageradamente manos y brazos ante mi pareja para distraer de ese modo cualquier mirada que pudiera fijarse en la torpeza de mis movimientos caderas abajo. Recomiendo ese ardid, que la verdad utilizo hasta hoy las pocas veces que me animo a ingresar a una pista de baile. Al escritor Carlos León le llamaba la atención que en Chile se bailara mucho y se cantara poco, y creo que algo dice eso de nosotros. Juntarnos a cantar sería una mejor vía de escape que el baile, sobre todo en tiempos en que este, a diferencia del canto, lo hacemos ya solos, girando cada uno sobre sí mismo, sin necesidad de tener a otro enfrente, como trompos reflejados de manera fragmentada en la gran bola plateada que gira sobre las cabezas.
Cuando niño la llegada del 31 de diciembre conseguía excitarme y, a medida que se acercaba la noche, me preparaba para asomarme a la fiesta de los mayores en la pérgola del parque de la población naval en que vivíamos. Oculto con un par de amigos en medio de la vegetación que rodeaba la pérgola, nos fascinaba contemplar la elegancia de las parejas, los trajes de etiqueta de los varones y los ceñidos vestidos de las mujeres, encandilados también por los destellos que emitían las flores, copas y cubiertos puestos en cada mesa. El desfile de los mozos llevaba en cierto modo el paso de la música ambiental que ejecutaba una orquesta también engalanada, y todavía podía percibirse algo del aroma confitado que había dejado en el ambiente la reciente fiesta de Navidad para los niños de la población. El 23 de diciembre llegábamos a ese mismo lugar para recibir juguetes de madera olorosos a pintura fresca, y cada niño disponía de una cantidad de vales canjeables por bebidas, helados, queques, torta y sándwiches en pan de molde con un jamón que ya no existe. Gastábamos muy pronto los vales después de concurrir una y otra vez a los mesones donde se canjeaban, pero los marineros a cargo de las entregas, apenas algunos años mayores que nosotros, nos devolvían vales para que los utilizáramos más de una vez.
El sonido de las conversaciones que tenían lugar en las numerosas mesas de la fiesta se expandía fuera de la pérgola y es probable que cada uno de los espectadores furtivos que éramos haya creído identificar la voz o a la risa de sus propios padres. Observada desde cierta distancia y altura, el recinto tiene que haber lucido como una embarcación bellamente iluminada en medio del océano.
Cierta vez hubo un problema con el servicio y quienes estaban a cargo abandonaron sus tareas, sin guardar ni ordenar nada una vez concluida la fiesta, de manera que al volver nosotros al lugar, muy temprano la mañana del 1 de enero, nos encontramos con un descomunal y excitante desorden. Recuerdo que nos abalanzamos sobre los grandes botes de helados y los chocolates que habían quedado sobre las mesas, disfrutando la cálida visión de las guirnaldas todavía encendidas y sintiendo el olor de las colonias y perfumes que había quedado flotando en el ambiente.