En febrero de 2020, Bob Iger entregó el puesto de CEO de la Walt Disney Company a Bob Chapek. Lo que orgullosamente traspasaba no solo era un trabajo muy bien remunerado, sino las mismísimas “llaves del reino”. Un legado de quince años de crecimiento sin pausas, una gestión brillante que en manos del heredero podría fácilmente perpetuarse y expandirse hasta el final de la nueva década, y quizás más allá.
No fue así.
En noviembre pasado, a menos de tres años del cambio de mando, Iger tuvo que regresar a la empresa mientras a Chapek le mostraba la puerta trasera de un conglomerado sumido en una profunda crisis. En lo que va de 2022, las acciones de Disney se han depreciado un 40%, y las perspectivas para el próximo año no se ven mucho mejores. Ni siquiera un éxito fulgurante de la recién estrenada “Avatar: The Way of the Water”—producida por su filial, 20th Century Studios— podrá revertir dicho escenario: para recuperar lo invertido, la película está obligada a recaudar dos mil millones de dólares como mínimo, algo que tiene a la industria fílmica en alerta roja. La cosa debe estar muy mala en Hollywood como para que incluso un triunfo en la taquilla no te sirva de mucho. Y si eso ocurre con los grandes estrenos, imaginen lo que está pasando con las películas pequeñas, los cineastas independientes y, sobre todo, con las precandidatas al Oscar.
Aunque falta casi un trimestre para la entrega número 95 de los premios de la Academia (programada para el 12 de marzo), el catálogo de eventuales nominadas se ha vuelto un rosario de fracasos comerciales: “The Banshees of Inisherin” (del multinominado director Martin McDonagh), “She Said” (sobre el caso Harvey Weinstein), “Triangle of Sadness” (ganadora del último Festival de Cannes) y “Tár” (con aclamada actuación de Cate Blanchett) han recaudado cifras irrisorias y a poco más de un mes de su debut en salas ya están siendo ofrecidas en video on demand (VOD). Poco importa que críticos, blogueros o influencers hagan lo imposible por inyectar entusiasmo a la carrera por la estatuilla si el consumidor ni siquiera se molesta en verlas en pantalla grande, el formato para el cual fueron (en teoría) creadas. Está brava la cosa: si antes el desafío de los productores y sus equipos de márketing consistía en que el público comprara la entrada, ahora se trabaja para que la gente sepa que tu película existe. Así de bajas están las expectativas.
¿Cómo se llegó hasta aquí? Ya no sirve echarle la culpa solo a la pandemia. Es cierto que los índices de asistencia a los cines no se han recuperado desde marzo de 2020, pero los espectadores continúan agotando los tickets si hay algo que les llama la atención (“Spider-Man: No Way Home”, “Top Gun: Maverick”). Más que el virus, lo que en verdad causó un daño (por ahora) irremediable en la industria fue la desesperación de los ejecutivos por estrenar las películas del modo que fuese, incluso si ello implicaba acortar las ventanas de exhibición exclusiva en las salas o enviarlas directo a los servicios de streaming para estimular las suscripciones de nuevos usuarios. Salvo por Columbia Pictures (que no tiene una app propia) y Paramount (que siguió la intuición de Tom Cruise y confió en seguir estrenando películas a la antigua), casi todos pisaron el palito. Fue un desastre. La gente se acostumbró a que las películas duran unos treinta días en los cines, luego pasan al on demand; de ahí, a la piratería en los torrents, y un poco después, al catálogo de Netflix, Prime Video o Disney Plus. ¿No la viste el fin de semana del estreno? Da lo mismo. Tarde o temprano, por las buenas o por las malas, igual llegará a una pantalla en tu hogar. En términos de comodidad, para el usuario puede ser un modelo ideal, pero es insostenible: inflige una presión desmedida sobre los streamers —obligados a programar películas non stop para que no se les fuguen los suscriptores— y de paso condena a la muerte lenta al formato de multisalas, creado para satisfacer altos flujos de demanda que ahora se trasladaron a los televisores y los teléfonos.
De todas las películas afectadas, el caso más doloroso es el de “The Fabelmans”, la extraordinaria cinta autobiográfica de Steven Spielberg, cuyo camino a Mejor Película parecía asegurado hasta que su brutal fracaso de taquilla (menos de 10 millones de dólares recaudados en poco más de un mes) le cortó las alas. La ironía es inmejorable: quien fue el rey Midas de la taquilla por casi medio siglo ahora es la víctima de la crisis de un sistema que él mismo ayudó a concebir y cuestionar.