A la palabra “neoliberalismo” le acompaña la sombra maldita de ser un concepto demonizado, tal cual los de lucro o capitalismo. Ha habido una larga polémica. Me parece, sin embargo, que existe un contexto que pondría algunos juicios ligeros bajo una luz algo diferente.
Lo que llamamos capitalismo —prefiero llamarlo economía moderna, casi siempre apetecida, pero jamás verdaderamente amada— tiene que ver con la confluencia de varios procesos: financieros o riqueza abstracta, técnicos, la centralidad y dinamismo de la economía mundial que tuvo su centro en Europa a partir del 1300, así como la aparición de las ciencias naturales en los últimos tres siglos. Crecientemente se agregó al debate la teoría económica, que explicaba con racionalidad lo que intuitivamente los hombres sabían desde Adán y Eva, es decir, cómo funciona el mercado. Claro, como ciencia social que dilucida gran parte de su materia y que trata con la conducta humana, hay un gran margen conjetural en sus apreciaciones. Por ahí surgen los problemas. No atenderlos lleva a una soberbia autodestructiva de la economía como ciencia y como propuesta de política pública; ignorar los fundamentos de esta ciencia sencillamente nos arruina.
Tras la Gran Depresión de los 1930, en las economías desarrolladas se dio una mayor regulación (no fue un proceso homogéneo en todas ellas) y el desarrollo del llamado Estado de Bienestar. Ello creció a veces imparablemente en los 1950 y 1960, y se le veía como complemento de las insuficiencias sociales del crecimiento económico, este, espectacular tras 1945. Ciertamente, el desarrollo fue siempre acompañado por los debates y antagonismos públicos, tanto en lo intelectual como en política, con buenos argumentos de que el desarrollo económico al final favorece a todos; como que la acción pública, que casi siempre supone al Estado, debe limar las injusticias y falencias del proceso. Así, la discusión a veces ardorosa entre las virtudes del mercado y de la acción pública parece definir a gran parte de la democracia moderna. ¿Dónde se instala la frontera entre ambos? Es de lo que trata la economía política. No existirá jamás certeza matemática. No la puede haber, pues se trata de un límite móvil, que se mueve para allá y para acá, si bien jamás se puede violentar la lógica del proceso.
Pues bien, desde el shock petrolero de 1973 ganó protagonismo la crítica a la intervención y sus excesos o, más bien, destacar los límites inevitables de la regulación y del Estado de Bienestar. En algunas partes, la reacción a este proceso fue evolutiva, como en Alemania, Francia o Japón. En Inglaterra, con Margaret Thatcher (1979), y en EE.UU., con Ronald Reagan (1981), hubo drasticidad. Su resultado fue un considerable éxito en responder a los desafíos, con el problema —no solo en esos países— de revertir en cierta medida la tendencia de largo plazo hacia una mayor igualdad.
Para lo que aquí interesa, esto fue acompañado por el rejuvenecimiento de la teoría clásica (liberal), hecho que ya había comenzado antes de la Segunda Guerra Mundial, pero que solo alcanzó predominio con la conciencia de crisis de los 1970 y la estanflación, y el colapso de los sistemas marxistas en la década siguiente. Como en tantas cosas, se le sumaban las discusiones teóricas y las propuestas de reformas; también arrogancia; la ideología, acompañante de toda discusión como cada vez que se debate en público, y la soberbia de los fríos números, que no lo son todo. Si a ello se le llama período neoliberal, sería bueno que se atendiera a este contexto, que responde a la tendencia medular de la evolución material de la sociedad moderna.