A punto de cumplirse 20 años de la declaración de una zona de Valparaíso como Patrimonio de la Humanidad, hace unos días llegó al puerto una misión técnica de la Unesco para evaluar, en suma, si Chile ha sido digno de la declaratoria. El propósito es ofrecer al Gobierno y a la administración del sitio patrimonial una asesoría en prácticas y estrategias de gestión, conservación y protección de la ciudad; pero de esta visita se desprenderá también un informe que muchos temen debería ser lapidario. Y las razones son evidentes: si bien en estas décadas ha habido logros importantes, gracias al tesón de sus agrupaciones ciudadanas y de un municipio por fin auténticamente comprometido con la preservación paisajística y patrimonial, una escasez de recursos crónica todavía impide abordar la decrepitud material, la obsolescencia de sus redes de servicios públicos, la precariedad de su transporte colectivo, las demandas viales y de movilidad, el manejo de la basura, la vulnerabilidad de la edificación histórica frente a la decadencia y el fuego. Mientras se mantiene en el imaginario universal el misticismo de su glorioso pasado moderno y cosmopolita, impulsando así una industria del turismo en un par de cerros, en el resto de la ciudad cunde la pobreza y el abandono. De hecho, la irrupción de locales turísticos en barrios típicamente residenciales ha terminado por expulsar a sus antiguos habitantes y con ellos el comercio tradicional y el ancestral modo de vida que justamente se pretendía admirar.
Valparaíso frustra sus sueños con dos catástrofes nacionales que van de la mano: escasez material y miopía política. Ha sido víctima por medio siglo de un plan regulador comunal avasallador y destructivo que permitió hasta hace poco la construcción de edificios de tamaños descabellados. Tampoco se ha concretado en plenitud el Plan Director de Gestión Patrimonial que Unesco y la ciudadanía esperan para administrar la urbe. En lo material, es necesario comprender que el puerto no aporta ni un solo centavo a la ciudad. En una fórmula típicamente chilena, las ganancias se reparten entre una autoridad portuaria central y un par de holdings privados. Si contribuyera al presupuesto local, como ocurre en Barcelona, Hamburgo, Róterdam, Nueva York y decenas de puertos en el mundo, Valparaíso estaría ya desde hace mucho en el sitial que merece.
Por último, Valparaíso contiene la clave de su propia salvación: vastas porciones de su Plan, en especial la zona de El Almendral, concentra numerosos predios y propiedades abandonadas o subutilizadas que deberían ponerse a disposición del más ambicioso y urgente proyecto de rehabilitación para su repoblamiento, disminuyendo así el déficit de vivienda que aqueja a la región y al país, y recuperando la vida de barrio, que es, como se sabe, la verdadera redención de cualquier ciudad.