El siglo XIX chileno estuvo atravesado, desde la élite, por la búsqueda de lo nacional, quizás formulada de modo ejemplar por José Victorino Lastarria en su discurso de incorporación a la Sociedad Literaria de Santiago (1842), quien, después de revisar los modelos foráneos, respecto de los cuales recomienda una “prudente imitación”, dice: “No, señores, fuerza es que seamos originales; tenemos dentro de nuestra sociedad todos los elementos para serlo, para convertir nuestra literatura en la expresión auténtica de nuestra nacionalidad. Me preguntáis qué pretendo decir con esto, y os responderé (…) que la nacionalidad de una literatura consiste en que tenga vida propia, en que sea peculiar del pueblo que la posee, conservando fielmente la estampa de su carácter, que reproducirá tanto mejor mientras sea más popular”.
De una manera relativamente análoga (demoraría bastante matizar las diferencias), Jorge Luis Borges, en “El tamaño de mi esperanza” (1926), señala, en su estilo tan diverso, lo siguiente: “A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es esta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno, ellos son los gringos de veras, autorícelos o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país. Mi argumento de hoy es la patria: lo que hay en ella de presente, de pasado y de venidero. Y conste que lo venidero nunca se anima a ser presente del todo sin antes ensayarse y que ese ensayo es la esperanza. ¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!”.
Ni uno ni otro estaban ciegos a las dificultades, pero partían de la base de que es posible discernir una idiosincrasia propia de cada pueblo, una esencia que se diferencia de la de otros pueblos, que está ahí, delante de nosotros e inteligible como si fuese una única entelequia que corresponde buscar y desplegar, siéndole siempre fiel.
Esa idea de nación o patria no puede ser hoy la misma. Ya fue puesta bajo examen crítico durante la segunda mitad del siglo XX y en nuestros días el sentido de lo nacional puede pactar con componentes exógenos y endógenos que lo transforman en una entidad compleja y mudadiza muy distinta a su interpretación decimonónica.
Después del fracaso de la redefinición propuesta por la Convención Constituyente no cabe retrotraerse meramente hacia el siglo XIX, sino que, aceptando los desafíos pendientes, debe canalizarse un sentido nuevo de lo nacional más abarcante y poroso que, más allá de lo simplemente retórico, se plasme en instituciones concretas.