? Con un título como ese arriesgo a que algunos lectores lleguen hasta él no más, intimidados porque ven en la palabra “igualdad” una amenaza a sus identidades personales y a la diversidad de la sociedad en que vivimos. Entendiendo su prevención, me permito pedirles que intenten proseguir la lectura.
Me gustaría recordar, ante todo, que “igualdad” no se opone ni a “identidad” ni a “diversidad”. A lo que se opone es a “desigualdad”, de manera que si algún lector receloso de la palabra “igualdad” se muestra contrario a las desigualdades —o a lo menos a algunas de ellas—, es que se encuentra muy cerca de la igualdad y del ideario que la sustenta.
Ante todo, fijémonos en que, merced a un larguísimo proceso civilizatorio que ha tomado milenios, los humanos hemos llegado a considerarnos iguales en varios aspectos relevantes: iguales en dignidad, en la titularidad universal de ciertos derechos fundamentales que en sus inicios fueron solo de ciertos estamentos de la sociedad, en la capacidad para adquirir y ejercer otros derechos, en la ley y ante la ley, y en la titularidad y ejercicio de derechos políticos. No es poco, ¿no?, si bien la esclavitud desapareció recién a inicios del siglo XX y el voto de las mujeres debió esperar varias décadas de ese mismo siglo para ser aceptado. ¿Y quién renunciaría a alguna de las igualdades que acabamos de señalar apelando para ello a su identidad y a la diversidad? ¿Cómo no darse cuenta de que igualdades como esas apuntalan la identidad y refuerzan la posibilidad de desplegarla en plenitud, y que, además, estimulan la diferenciación de las personas y grupos al interior de la sociedad?
Si ninguna de esas igualdades es rebatida, sí lo es aquella que se relaciona con las “condiciones materiales de existencia” de las personas, una expresión que debemos a Marx con independencia de que rechacemos la idea colectivista de la igualdad de todos en todo y optemos por la igualdad de todos en algo. ¿En qué? En el acceso universal garantizado a ciertos bienes básicos sin los cuales nadie puede llevar una vida digna, responsable y autónoma. Me refiero a atención sanitaria oportuna y de calidad, educación de calidad, vivienda digna, ingresos justos por el trabajo, protección social a lo largo de la vida, y pensiones oportunas y justas. Bienes sin los cuales no se perjudica solo esta dimensión de la igualdad, sino también el ejercicio real de la libertad. ¿Qué libertades pueden ejercer eficazmente, de hecho, personas y familias que no tienen acceso a un repertorio básico de bienes primordiales, y que, por lo mismo, sobreviven antes que viven?
Es en nombre de esos bienes que las Constituciones Políticas de los Estados consagran derechos sociales que encuentran luego un desarrollo gradual por medio de políticas públicas de los gobiernos, leyes comunes del parlamento, resoluciones de variadas autoridades administrativas, y sentencias de los jueces. Ese entramado de competencias normativas no se movería, o no se movería lo suficiente, si los derechos sociales no estuvieran en la Constitución como mandatos para todas aquellas autoridades.
Tengo que decir que el título de esta columna lo tomé de un libro de Luigi Ferrajoli, de manera que parece justo terminar con una cita suya, y esta me parece una de las mejores: “El principio de igualdad consiste no solo en el valor asociado a las diferencias, sino también en el desvalor asociado a las grandes desigualdades materiales y sociales que no atañen a la identidad de las personas, sino a sus desiguales condiciones de vida, que es por lo que deben ser eliminadas o cuando menos reducidas… El pleno desarrollo de la personalidad humana se ve limitado por obstáculos de carácter económico y social”.