En el evangelio de hoy, Jesús hace un paralelo de su segunda venida y la figura de Noé: "Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre" (Mateo 24, 37-39).
Hace años una persona me decía que él seguía viviendo una devoción que su mamá le había enseñado de pequeño: hacer un breve examen de conciencia en la presencia de Dios antes de acostarse. Era su última conversación con Jesús y el día que terminaba. Y así, por muy mala o accidentada que hubiera sido la jornada, siempre había un final feliz.
La segunda venida de Jesucristo -último encuentro con Jesús- es el mejor desenlace de la historia de la salvación, el gran motivo de esperanza de un cristiano: "Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra" (Salmo 121 (120), 1-2). Los bautizados humildemente podemos decir que tenemos por herencia la alegría de verdad, la que no termina.
En la Eucaristía le recordamos y le pedimos a Dios Padre estar preparados para ese encuentro: (de la derecha del Padre) "ha de venir a juzgar a vivos y muertos" (Credo); para que "cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria... podamos recibir los bienes prometidos que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar" ( Prefacio Adviento ). Terminada la consagración decimos: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!" (Plegaria Eucarística) y que Él nos conceda la paz, nos libre de todo pecado "mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo" (Rito Comunión).
Para ese encuentro hay que estar preparados. Por eso San Pablo nos anima a "despertar del sueño" (Romanos 13,11), evitando una vida cristiana somnolienta con gusto a nada; hemos de dejar "las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz" (ibíd. 12), acudiendo a la Eucaristía Dominical y a la Confesión frecuente por necesidad y no haciéndole un favor a Dios. Queremos que Jesús nos encuentre entonces dando testimonio a "pleno día, con dignidad" (ibíd. 13), es decir, viviendo un amor a Dios y a los demás sin complejos.
Hace unos días una joven señora, que trabaja con su marido y que bautizó a sus dos hijos hace un par de años en la parroquia, me dijo: "Padre, quiero bautizarme, no quiero seguir así, teniendo una deuda con Nuestro Señor". ¡Así se vive un Adviento!
Me ha dado mucha alegría que en estas semanas hayan llegado varios adultos que quieren recomenzar su vida cristiana, recibiendo un sacramento que les falta. ¿Qué hay de común detrás de esas conversiones?
El hombre moderno está tan absorto en sí mismo que es estrictamente un ateo, no hay nadie más que él. La posibilidad del "misterio" que tenía hasta el hombre más primitivo, ahora es difícil encontrar. Se mira a sí mismo como en un espejo, vive en un monólogo que lo hunde en la tristeza más absoluta.
Para un cristiano, el final del día es un encuentro con aquella persona que ha dado su vida por él; es un encuentro que preparo durante la jornada y, de este modo, todo el día es un Adviento con Jesús.
"... lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor".(Mt. 24, 39-42)