Sería muy presuntuoso intentar descifrar un país nuevo, un nuevo continente, una nueva civilización, una nueva historia, una nueva cultura, tras una visita de solo tres semanas. A pesar de ello, mi reciente estadía en India me incita a reflexionar sobre algunas dimensiones de esa grande, diversa y compleja nación, en aspectos que son de interés universal.
Podría destinar párrafos a elucubraciones sobre la evidente espiritualidad de su cultura y su sentido de trascendencia, con sus ritos y ceremoniales, o hablar de sus magníficas construcciones que amalgaman en perfecta armonía las civilizaciones hindú y musulmana y contrastar aquello con su modernización vigorosa, no solo en términos de crecimiento económico y tecnológico, sino también en relación con su inserción en el mundo.
Sin embargo, lo que más me ha impactado es la forma en que India, solo en tiempos recientes, desde 1947, cuando se independizó del imperio británico, ha sido capaz de conformar una sola nación, con un gobierno central, una bandera, un himno y una extensa identificación de sus diversos pueblos con la idea de una sola nación, y consolidar una democracia representativa, defectuosa, pero igualmente ejemplar. Para entender la magnitud de este logro, es preciso recordar que hasta esa fecha existían más de 500 principados con distintos grados de autonomía, en un país con 22 lenguas diferentes garantizadas en la Constitución, muchas religiones y creencias, y múltiples tradiciones regionales.
Esto es relevante, porque existe una relación estrecha y un vínculo indisoluble entre el Estado Nación y la democracia moderna, no solo en términos cronológicos, sino también conceptuales y empíricos. De hecho, es prácticamente imposible encontrar gobiernos representativos, con imperio de la ley, y vigencia de libertades individuales en un contexto que no sea el Estado Nación y hay muy buenas razones para ello. Para aceptar la delegación de soberanía a otros (nuestros representantes), es necesario que los ciudadanos sintamos que tenemos muchas cosas en común, que superan aquello que nos divide. Se requiere de un “demos”, una unidad, que más allá de nuestra individualidad, todos reconozcamos como propia, una conciencia nacional que nace del hecho objetivo de que compartimos características distintas al resto del mundo: un mismo pasado, una misma lengua, un sistema legal único, un mismo territorio y, sobre todo, un destino común. En suma, la nación ha sido un hábitat natural para el desarrollo de la libertad, pues es esa identidad común como ciudadanos, la lealtad que compartimos hacia las instituciones y el patriotismo bien entendido lo que permite el surgimiento de una sociedad civil poderosa y reduce la necesidad de coerción estatal.
Muchos factores han contribuido a debilitar nuestro sentido de patria, como las consecuencias no deseadas de la globalización, además de los temores que suscitó su exacerbación y los conflictos bélicos a los que esto dio lugar en el siglo XX. Desde luego, hemos cambiado lo que quizás era un relato romántico de nuestra excepcionalidad como país (nuestra tradición democrática, la homogeneidad racial de un país mestizo, una bandera que congrega nuestro entorno natural, el coraje mapuche y una estrella que nos guía) y lo hemos cambiado por una leyenda negra, tan parcial o más que la anterior, de opresión, abuso, ignominia y oprobio.
Por otra parte, es muy difícil mantener la fuerza de un “demos”, de un pueblo con lealtades compartidas, cuando la tendencia intelectual predominante en círculos académicos es la creencia de que la soberanía no radica en la nación, porque solo somos colectivos particulares en pugna, definidos por nuestras identidades de clase, género, raza u otras, lo cual impide los consensos mínimos necesarios para vivir en democracia.