Delia Domínguez, que dijo de sí misma que era “hija de 300 años de lluvia”, se nos fue la semana pasada, sin que nos diéramos cuenta. Es que los chilenos andamos “con el ceño fruncido/ preocupados —lívidos— muertos de susto/ por razones de orden político/ por razones de orden sexual/ por razones de orden religioso”, como nos lo recordó alguna vez Nicanor Parra. Preocupados de todo, menos de lo más esencial: de la poesía que nos rodea por todas partes (partiendo por nuestro paisaje) y de los poetas, los “ñempin” (señores del decir, en mapudungún), a los que no leemos, como si su obra fuera un adorno de la realidad o un lujo y no un artículo de primera necesidad.
La poesía “debe ser una moneda cotidiana/ y debe estar sobre todas las mesas (...) La poesía/ es un respirar en paz/ para que los demás respiren”, dijo otro sureño como Delia, Jorge Teillier. ¡Cómo nos hace falta esa paz a los chilenos en estos días! Tal vez podríamos encontrarla en la poesía. Y digo todo esto, porque la poeta del paralelo 40 sur, Osorno adentro, que fue alguna vez mi surtidora de miel de ulmo que fabricaba ella misma, se nos fue lloviendo, “tan callando”. Pero ahora —como reza el título de uno de sus poemas— “el sol mira para atrás”, que en el decir campesino significa que no va a llover. “Católica mestiza/ minimalista y campesina”, bisnieta de colonos que llegaron al sur en 1850 y poblaron Osorno, Valdivia y Llanquihue, ganó su primer concurso de poesía a los ocho años, y el poema le salió no sabe de adónde, en cuartetas. ¿De dónde a esa niña de ocho años le salieron esas cuartetas? “A mí los versos me los dictan las ánimas”, dijo una vez. Ella es también ánima ahora, ánima de día claro. Delia, ¿por qué no nos dictas unos versos? Regálanos también una mata de ruda, esa que según tú “combate la anudación de los nervios y sus hojas quemadas espantan el hervor ponzoñoso de los malos espíritus, porque es hijastra de la flora silvestre sin registro oficial, sin afinamiento físico ni metafísico, o sea Yo”.
Me contaste una vez que tu madre se enfermó del pulmón cuando tú tenías seis años, y se la llevaron a Los Andes para sanarla, pero fue empeorando, y a ti te mentían para no hacerte sufrir. Finalmente murió y tú empezaste a escribir porque no tenías a quién decirle tus penas y, además —según tú, y habrá que creerte—, eras una niñita “mala”, peleadora, contestadora, pero “el papel era el único que no se enojaba conmigo”. La hoja en blanco pudo acogerte y aceptarte; sobre ella, verso a verso, pudiste ser. Escondiéndote y mostrándote.
¿Cuánta soledad y cuántas muertes viviste en tu casa del sur, casa de 110 años o más? Ahí te recogiste a rumiar, tal vez, penas indecibles: “Esta es la casa para ser como somos/ para contar las velas de los cumpleaños/ y las otras también/ para colgar la ropa y la tristeza/ que jamás entregaremos a la luz”. Desde esa casa podías ver cuatro volcanes y escuchar cuánto pájaro se te cruzara. Por ejemplo, el pitío que, cuando dice “pitiu/ pitiu”, anuncia visitas. ¿Cantó muchas veces en la puerta de tu casa o la soledad fue la que más vino a verte en invierno? Todo eso te lo guardabas y lo hacías poesía... y risas. Buena para reír y jugar con las palabras, los dichos de campo, no mandándose las partes pero mandándoselas también. ¡Niña desobediente! Ya mayor recordaste todo lo que se fue (la madre, los amores, los sueños) y dijiste: “pido que vuelva mi ángel/ en nombre de todo lo perdido/ de los cometas que nunca más volvieron/ a señalar caminos con sus colas de fuego/ desde el pecho de una mujer que pudo amarnos: pido que vuelva mi ángel”.
Yo pido que vuelva Delia Domínguez: desde la lluvia, desde la poesía, que es lo único donde se recupera lo ganado y lo perdido. “Mi amiga silvestre”, la llamó Neruda: nosotros leámosla, para merecer ser sus amigos, probar su miel, y calentarnos una noche de invierno —los inviernos son largos— en las estufas de las cocinas del sur. Ahora que el sol mira para atrás…