Roberto Tobar dirigió en Rancagua su último partido como árbitro profesional y fue homenajeado antes del inicio de la final de la Copa Chile entre Magallanes y Unión Española.
Y más allá del galvano que recibió, el juez se llevó un trofeo nada despreciable: un aplauso respetuoso del público asistente.
No es poco. Ser árbitro y ser reconocido por los hinchas no es una ecuación común. Lo habitual —lo natural, si se quiere extremar— es que el juez de un partido de fútbol, a cualquier nivel, sea visto como un enemigo permanente porque, aunque teóricamente no es participante del juego, muchas veces (demasiadas, la verdad) termina siendo protagonista e incluso quien determina un resultado.
Se ha llegado a la conclusión de que no hay árbitros buenos. Todos son malos por definición, porque se equivocan, porque nunca alcanzan la perfección y, para colmo de males, porque aplican sus criterios e interpretaciones que, por supuesto, siempre serán erróneos si no son iguales a los que uno tiene.
Roberto Tobar, en su carrera como árbitro, tuvo la gracia de, al menos, bajar los niveles de odiosidad hacia la labor de un juez. Es cierto que no siempre acertó y que metió las patas a fondo en varios partidos. Tampoco hay que olvidar que su carrera tuvo un manchón grande: la suspensión de ocho meses que debió enfrentar por estar implicado en el caso del Club del Póker (esa especie de asociación ilícita creada entre los árbitros para repartirse designaciones). No obstante, también hay que poner de relieve su gran acierto y que no es una decisión puntual o un arbitraje específico, sino que algo mucho más trascendente: la consolidación de un estilo.
Tal será la herencia de Tobar en el arbitraje chileno.
Y es que, durante toda su trayectoria, el ahora exárbitro tuvo como guía de conducción el concepto de no ceder ante la tentación del protagonismo, dejando así que fuera el juego mismo el que impusiera las características de la lucha futbolística. Para decirlo en palabras simples, Roberto Tobar dirigía y conducía los partidos para que estos fluyeran. No los diseñaba ni los deformaba a su antojo, como tantos otros colegas.
¿Que no tenía personalidad? Es un tema discutible porque si tenerla es andar haciéndose el autoritario, mejor ser callado. ¿Que no se atrevió a echar a una estrella mundial pese a que lo insultó o que cambió de opinión por un aviso de VAR? Claro que sí y por eso tuvo que agachar la cabeza ante las críticas.
Pero nada de eso lo invalida.
Tobar hizo una buena carrera. Quedará en la lista de los mejores del fútbol chileno, sin siquiera dudarlo. Se lució en clásicos y en partidos de baja convocatoria. Dirigió finales de la Copa Libertadores y el Mundial de Clubes, eliminatorias, Copa América y la Copa del Mundo Sub 17. Llegó a ser considerado el mejor de Sudamérica. Pero le faltó la guinda de la torta y su gran pena profesional es no haber llegado al Mundial, a este Mundial, que es el que se suponía sería el suyo.
Seguro que eso lo pone Tobar entre sus frustraciones.
Pero en la columna de los éxitos no debe olvidar lo que vivió en Rancagua. No muchos árbitros pueden contar que se fueron entre aplausos.