A lo largo de años de docencia en nuestra escuela, advertimos que los estudiantes enfrentan los encargos del taller –experiencia integradora del conocimiento técnico, teórico, histórico y plástico, plasmado en el proyecto y que constituye el tronco de la carrera– de una manera intuitiva, un poco a tientas, con escaso método y, sobre todo, con carencias del conocimiento y manejo de aquellas cuestiones que podríamos llamar elementales para el ejercicio de la disciplina: el goce de la literatura, el alfabeto y las normas de ortografía y sintaxis. De hecho, la manera clásica de enseñar arquitectura fue mediante ejercicios de observación, análisis y reproducción de los estrictos cánones existentes, que constituían un silabario de formas, espacios y componentes. El modernismo, revolución contestataria de estos cánones, no solo liberó a la arquitectura de sus yugos históricos (gracias a los frutos de la Revolución Industrial y a un par de guerras mundiales, habría que precisar), sino que liberó también a la propia academia de su limitante manera de enseñar. La Bauhaus, en sus apenas 14 años de existencia, había dejado una huella indeleble alrededor del mundo, tanto que los clásicos tratados de estilo fueron literalmente incinerados en los patios de las escuelas, desde París hasta Santiago. Así y todo, persisten cuestiones propias de la vieja academia que son en realidad perpetuas: las reglas convencionales de representación; el rigor técnico, la exactitud dimensional, la pulcritud en la materialización, la búsqueda de la belleza.
Contrario a lo que se pudiera creer, la enseñanza de la arquitectura no es una progresión en magnitud ni tipos de proyectos, sino el sucesivo incremento de variables simultáneas –esa es, realmente, la disciplina– desde lo más sencillo y unívoco hasta lo más abstracto y múltiple. Para entrar de lleno en esas complejidades, sin distraerse en trivialidades, es imprescindible manejar de memoria desde muy temprano dicho silabario, que en el caso del diseño corresponde a criterios y dimensiones típicas, corroboradas por la experiencia cotidiana desde los orígenes de la civilización. Son estos los principios estructurales y constructivos básicos, las correctas proporciones de las gradas de una escalera, de una rampa o pasillo; las dimensiones del mobiliario primario (silla, mesa, mesón, cama), la lógica de puertas y ventanas, de tamaños de recintos según su propósito; del efecto de la orientación solar y del milenario conocimiento del diseño bioclimático, entre otras cosas. Es con estas convicciones que, después de muchas temporadas de charlas didácticas sobre estas materias, hace un par de años, junto con varios colegas, nos animamos a materializar un “Manual de Diseño Básico para el Estudiante de Arquitectura”, publicado por Ediciones UC y que hoy constituye, para felicidad nuestra, un auténtico vademécum universitario y una buena fuente de información para todos quienes se interesan en la arquitectura y la buena construcción.