Esta película comienza, de manera brechtiana (¿o almodovariana?), dentro de un estudio donde están montadas escenografías del relato. La voz de una narradora afirma que “no somos nada sin historias” y luego agrega que los personajes “creen fervorosamente en esta historia”. Buena ocasión para recordar que no siempre hay que creerles a los narradores. Muy a menudo tienen sus propios intereses.
La cámara llega hasta el interior de un barco donde viaja, sola, desde Inglaterra hacia Irlanda, la enfermera Elizabeth Wright (Florence Pugh). Es 1862. Ella ha sido convocada hasta un poblado rural donde hay un prodigio: la niña de 11 años Anna O'Donnell (Kíla Lord Cassidy), que vive sin comer desde hace cuatro meses. Un comité ciudadano ha decidido someterla a observación por semanas para saber cuál es la verdad.
Anna es una niña fervorosa, quizás hasta el exceso, que reza una plegaria 33 veces por día, contempla las imágenes de santas y afirma que se alimenta de “maná del cielo”. La familia, y en especial la madre (Elaine Cassidy), estimulan esa fe. Hay una pérdida que los justifica: un hijo, poco mayor que Anna, ha muerto tiempo atrás. Más tarde sabremos que Anna teme que su hermano pueda haber ido al infierno y, a su modo, desea liberar su alma.
La enfermera observa la situación con escepticismo; se propone averiguar de dónde obtiene Anna alguna comida. Ella también es una mujer dañada; ha perdido un hijo y su marido desapareció. Un periodista que se suma a la indagación, Will Byrne (Tom Burke), sigue el mismo patrón: ha perdido a toda su familia durante la Gran Hambruna de 1840. Es una época de pérdidas, en una región herida, con una fe sostenida en la tragedia. Lo que la narradora llama “historias” es precisamente esa fe.
El director Sebastián Lelio adecúa su relato a este ambiente espiritual, aun cuando duda continuamente de sus “historias” (lo que lleva, por ejemplo, a la relación sin densidad entre Elizabeth y Will y la deriva hacia el melodrama). Filma en interiores sombríos y exteriores poco luminosos; no hay un momento de sol en todo el metraje.
Lelio ha contado con una producción de alto estándar, los mejores actores de Irlanda, una base en la novela homónima de Emma Donoghue (la exitosa autora de La habitación, otra historia de madre e hijo) y la gran directora de fotografía Ari Wegner. Y ha aprovechado estas condiciones para lograr la película más consistente de su filmografía, mucho más que las celebradas pero impersonales Gloria o La mujer fantástica.
El prodigio retoma sus inquietudes de origen, en especial el rechazo radical al sentimiento religioso y la visión de la familia como un infierno en permanente autodestrucción. Que las haya logrado trasladar a la Irlanda del siglo XIX no es una renuncia, sino, por el contrario, un signo de convicción.