Nuestros debates públicos de los últimos años han servido mucho. Así, por ejemplo, ya nadie osaría poner en duda que los derechos sociales existen como una clase de derechos fundamentales y que su lugar es la Constitución Política de los Estados, única forma de que se impongan como mandatos que los gobiernos deban desarrollar gradualmente con sus políticas públicas, los legisladores por medio de leyes ordinarias, las autoridades administrativas valiéndose de resoluciones, y los jueces por medio de sus fallos.
De la mano de ese avance ha conseguido imponerse también la idea de Estado social —“social”, y no por ello “socialista”—, que declara, garantiza y promueve derechos sociales cuya finalidad es que las personas consigan un acceso estable a bienes básicos o primordiales para llevar una vida digna, responsable y autónoma. Un acceso universal a tales bienes es una meta a alcanzar no solo en nombre de la igualdad, sino también de la libertad. Esta última, en cuanto a su ejercicio efectivo, no es posible, en la práctica, para personas y familias que carecen de atención sanitaria oportuna y de calidad, de educación pública calificada, de vivienda digna, de ingresos justos por el trabajo, de seguridad social, y de pensiones oportunas y suficientes. Un acceso universal a bienes como esos, junto con ser condición para una igualdad material básica, lo es también para el ejercicio real de las libertades.
Estado democrático, además de social, está fuera de toda discusión. Nadie propone dejar de lado esa forma de gobierno, aunque sí de mejorarla. La democracia es tanto un ideal como una realidad. Democracia ideal es aquella en la que se consigue la plena vigencia de todas sus reglas (yo cuento 18), y lo que tenemos en la práctica son democracias reales, históricas, que intentan avanzar hacia ese ideal.
Estado también de libertades, piden ahora algunos, y, por lo señalado antes, tendrían que mostrarse partidarios del Estado social. Además, y como la democracia moderna es liberal, lo cual significa que ella presupone un conjunto de libertades que se compromete a proteger, si decimos hoy “Estado democrático” estamos diciendo Estado de libertades, puesto que de su Constitución no podrían estar ausentes libertades como las de pensamiento, conciencia, expresión, prensa, creación, enseñanza, religiosa, desplazamiento, reunión, asociación y emprendimiento de actividades económicas. Es cierto que regímenes que atropellan tales libertades se presentan a veces como “democráticos”, pero se trata de una utilización abusiva de esa palabra y de un aprovechamiento pueril del prestigio que ella conserva.
El Estado social no viene a reemplazar al Estado liberal (enhorabuena), sino a complementarlo y a mejorarlo. De hecho, un Estado social extiende la libertad a un mayor número de individuos. El Estado liberal, que sí reemplazó al Estado monárquico de tipo absoluto (también enhorabuena), no es a su vez sustituido por el Estado social, el que, muy lejos de eso, pasa a ser su mejor aliado. Si queremos que sobreviva el Estado liberal, con libertades reales para todos, se impone la necesidad de esa igualdad básica que procura el Estado social.
Así como el Estado social no reemplaza al Estado liberal, contar en el futuro con algunas modalidades de democracia directa tampoco sustituirá a nuestra democracia representativa. Lejos de eso, la reforzarán. La expansión y subsistencia del Estado liberal se asegura mejor junto al Estado social, mientras que la cuestionada democracia representativa podría levantar cabeza si se adoptan algunas modalidades de democracia directa.
Democracia representativa acompañada de algunas razonables modalidades de democracia directa, y, por otra parte, Estado liberal acompañado de Estado social. De eso se trata. Si queremos Estado liberal y también democracia representativa, tenemos que abrirnos en los dos sentidos ya indicados.